sábado, 22 de diciembre de 2007

La idea de "Hegemonía" en Lenin

La idea de “hegemonía” en el ¿Qué hacer? de Lenin:



Vigencia:
Histórico, ya que mirarse en la retrospectiva de su función especular, exhorta al lector atento a la difícil tarea de reconstruir el propio tiempo, esa segunda naturaleza –designada por Marx como el ser social- de la cual, incluso a su pesar, es arte y parte. Conocerlo es, en consecuencia, conocerse, aunque no sin consecuencias, que bien pudieran advertir –¡otra vez!- sobre los eventuales riesgos que derivan de una militancia más cercana a las ilusiones -que son el predecible resultado de un ciego dogmatismo, plenado por el vacío de las frases altisonantes- que a la sobria adecuación de los medios a los fines, siempre claros y distintos: “Quien pretenda marchar hacia el socialismo por un camino que no sea democrático –dice Lenin-, llegará inevitablemente a condiciones absurdas y reaccionarias, tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político” (V.I. Lenin, Obras completas, Moscú, 1970, vol. 9, p.22).
Decía Hegel que la razón sin el entendimiento no es nada, mientras que el entendimiento sin la razón es algo. El ¿Qué hacer?, de Lenin, es el discurso de un intelectual y dirigente revolucionario que reclama juicio; que exige “desechar las ilusiones” de una “razón” presuntuosa y “prepararse para la lucha”; que sustenta sus denuncias sobre el sano entendimiento y el sobrio realismo político. Discurso que retoma el significado marxista de Crítica en su acepción objetivamente filosófica y política: como una zurra, contra aquellos que suponen que las ideas son prescindibles, que los estudios no sirven de mucho, que la agitación práctica, la violencia por la violencia, el terror, etc., son más importantes que la reflexión.
La Hegemonía: Lenin antes de Gramsci:
La concepción contemporánea de la Hegemonía, interpretada como la compleja relación existente entre la sociedad civil y la sociedad política (entre el consenso y la coerción, respectivamente), en virtud de la cual “un grupo social puede y debe ser dirigente antes de conquistar el poder” (Il Risorgimento, Roma, 1971, p. 94), es, como se sabe, concepto gramsciano. El Estado no es solo coerción. No hay Estado, en sentido moderno, sin consenso. Cuando un Estado no es capaz de ejercer el liderazgo consensual su fin está cerca. La represión es, ante todo, signo inequívoco de torpeza y debilidad de un Estado que ha perdido su condición de dirigente-educador. Pero, en realidad, conviene advertir que esta concepción de la Hegemonía tiene sus orígenes en los escritos tempranos de Lenin, y particularmente en el ¿Qué hacer?, de 1902. Con una sutil pero, sin duda, importante diferencia: mientras que Gramsci se refiere a la Hegemonía como la consolidación efectiva en el poder de la clase revolucionaria, Lenin emplea el término para designar el movimiento previo, aunque necesario, que hace posible la instauración del nuevo orden político y social: “Según el punto de vista proletario, la hegemonía pertenece a quien se bate con la mayor energía, a quien aprovecha toda ocasión para asestar un golpe al enemigo. Pertenece, pues, a aquellos cuyas palabras coinciden con los hechos, y que es la cabeza ideológica de la democracia”. La hegemonía, en consecuencia, se produce en el terreno de la lucha ideológica, es decir, a partir del momento en el cual la dirigencia revolucionaria es capaz de superar las posiciones abstractas (el economismo y el voluntarismo), a objeto de conquistar conscientemente la unidad del pensamiento y de la acción, como condición indispensable para la toma del poder político de toda la sociedad, porque, como afirma Lenin, “sin teoría revolucionaria tampoco puede haber movimiento revolucionario”.

Los extremos se tocan:
Si, en efecto, por un lado, conviene hacer una “valoración objetiva” de la “situación histórica”, por el otro, no es menos conveniente tener presente el valor de la intervención activa de las fuerzas que comprenden “el curso objetivo de la sociedad”. Lenin le reprocha a los mencheviques el haber reducido la concepción realista e histórica de Marx al viejo materialismo “crudo”, metafísico. Ignoran “la función activa, dirigente, de guía, que pueden y deben tener en la historia los partidos que han comprendido las condiciones materiales de la revolución y que se han puesto a la cabeza de las clases progresivas”.
La concepción de la Hegemonía leninista está dirigida contra la autocracia y por la democracia plena, por encima tanto de la corrupción, propia del burocratismo, como de la salvaje ignorancia pragmática, propia del vanguardismo. El uno y el otro constituyen dos visiones parciales, aparentemente irreconciliables, pero complementarias, en lo que respecta a su condición unilateral y mecánica. El socialismo no puede ser interpretado ni como dogma histórico ni como barbarie, es decir, ni como asunto de secta, exclusivo de las clases trabajadoras, ni como la negación de las libertades individuales y de los derechos democráticos. Se trata de llevar los indiscutibles logros obtenidos por la sociedad liberal a su máxima expresión, no de “liquidarlos”. Por eso, y más bien, su labor histórica y cultural consiste en asumir la dirección, la conducción hegemónica, de los más diversos sectores sociales, a fin de cristalizar in der praktischen -¡en la práctica!-, la máxima profundización de la democracia. No hay socialismo sin consenso. Convencer no significa forzar. Hegemonía significa, para Lenin, la síntesis de la iniciativa política de la vanguardia revolucionaria y de “la situación objetiva”: es, en suma, el “momento de la conciencia social”. Socialismo no es militarismo populista (narodniki, los llama Lenin): es la plena objetivación de la civilidad, la superación del momento de la espontaneidad del movimiento, de su devenir objetivado. Es el momento de la “toma de conciencia”, de la síntesis crítica de la experiencia política y de la participación activa en el interior del proceso objetivo de la historia.
A través del espejo:
En contra de los marxistas “legales” y de los “economistas”, Lenin insiste, contra Plejanov, en la importancia de la dictadura del proletariado, es decir, de la necesidad de conformar una Hegemonía por parte de la clase revolucionaria. Esencial es, pues, la vanguardia del partido, cuya formación teórica resulta indispensable para asumir el papel educativo de la clase trabajadora. Sin ella, el movimiento revolucionario se entrega a las consignas, a la ceguera del dogma y de los prejuicios, que son mecánicamente traducidos a la realidad. Todo lo cual termina en una ilusión incompatible con a la razón y con la historia.
Los instintos, las pasiones desbordadas, el resentimiento, son reaccionarios de suyo. ¿Cómo puede llamarse “revolucionario” a un “proceso” político guiado no por sólidas bases conceptuales sino por el “se me ocurre” de quien imagina que la “suma felicidad” para las mayorías está en el cuartel?
En un momento en el cual los fundamentos teórico-conceptuales son confundidos con una mezcla hecha de retazos, sacados de “la enciclopedia que me regaló papá” y de lecturas indigestas que terminan convirtiendo a Jesucristo nada menos que en “el padre del socialismo” y a Judas en el del capitalismo, puede comprenderse que a Marx se le coloque un quepis zamorano, o, más bien, fascista y que de Lenin se prefieran leer los textos filosóficos que los ensayos políticos, en los que radica su auténtica concepción filosófica.










domingo, 2 de septiembre de 2007

Aufheben Constitucional

- Umbral
La palabra Aufheben, de uso frecuente y cotidiano en el idioma alemán, posee un doble significado: contiene tanto la idea de preservar o conservar algo como, al mismo tiempo, la de ponerle fin o superarlo. Lo curioso es que ya en la acción de conservar ella incluye un aspecto negativo: se trata de sacar ese algo de su estado inmediato, pasivo, para hacerle perder esa condición, pero sin que deje de ser lo que era. En su nueva posición, lo eliminado es conservado, con la diferencia de que ha perdido su anterior condición pasiva.
Sorprende que un idioma llegue a utilizar una sola –¡y la misma!- palabra para dos determinaciones opuestas. La idea de la filosofía y de su realización práctica se encuentra plenamente expresada en ella. Véase la obra de Spinoza o la de Vico a objeto de comprender esta exigencia de la necesidad política de la razón humana. Se trata de la unidad de dos términos opuestos, pero que logran reconocerse en su recíproca correlatividad, en su mutua interdependencia, como es el caso de la relación dialéctica del sujeto y del objeto. En cambio, el equivalente a otras lenguas de dicha expresión no alcanza tal grado de profundidad. Por ejemplo, la palabra latina tollere sólo llega al liquidar. Algo es liquidado cuando se identifica y se enfrenta a su contrario. Y a diferencia del Aufheben, se impone el criterio mediante el cual una cosa es el conservar algo y otra cosa es el liquidarlo. De este modo, el ser es el ser y la nada es la nada sólo en su diversidad mutua. En el liquidar, pues, han desaparecido, en medio de su abstracción, las determinaciones y ahora son algo distinto. O se está con lo uno o se está con lo otro. Llueve o no llueve… Pero con ello, el discurso pierde su flexión, y se desvanece, como por arte de magia, la reciprocidad que constituye la base de toda oposición correlativa.
Quizá sea ésta última “lógica” la que le ha servido de sustentáculo a la reciente propuesta de “Reforma” constitucional venezolana: o se es socialista o se es cachorro del Imperio, es decir: o se es socialista o se anula, se liquida. Definitivamente, no somos alemanes. Pero llama la atención el hecho de que tanto la doctrina invocada por los reformadores de la Constitución como el fundador de dicha doctrina –Karl Marx- provengan de tierras teutonas. ¿Usó Marx alguna vez la palabra Aufheben para exponer su concepción de la sociedad socialista? Evidentemente, sí. Y no una vez, sino muchas veces. Quien quiera resumir en una oración el Manifiesto del Partido comunista, tendría que hacerlo en los siguientes términos: “el Manifiesto es, en sustancia, la Aufhebung de la sociedad capitalista”.

-Marx: la Escisión de lo “público” y “lo privado”
Desde la Introducción a la Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, de 1843, Marx se propone precisar los términos de la oposición que desgarra la época moderna, a fin de superarlos y conservarlos. Estos términos opuestos, en su opinión, son el Estado y la Sociedad Civil, cuya expresión antagónica más palpable se presenta en el desquicio de un mismo hombre que, por un lado, es un Citoyen y, por el otro, un Bourgois: un hombre que es público y privado a la vez, pero sin conciencia de serlo. Precisamente, sostiene Marx, la sociedad moderna se sustenta sobre la separación de la vida pública y de la vida privada. Según el filósofo alemán, la profundidad de Hegel consiste en haber descubierto esta “oposición de las determinaciones” que le sirven de soporte a la sociedad moderna y, más aún, en haber “puesto el acento sobre ellas” .

-Hegel: la superación de la Escisión
En efecto, la Filosofía del Derecho de Hegel contiene el proyecto de reconstrucción de la estructura conceptual de la sociedad moderna, de su Estado y de sus instituciones, de su sociedad y de su familia, de su política y su moral, a la luz de la historia de la civilización humana y, en especial, de la tradición política del mundo clásico griego.
No fue por simple casualidad el hecho de que Hegel le colocase a su más importante obra de filosofía política un título de doble significado: la obra lleva por nombre Lineamientos de la Filosofía del Derecho, o sea, Derecho Natural y Ciencia del Estado en compendio. Los dos términos presentes en el segundo título designan dos disciplinas que son constitutivas del pensamiento filosófico-jurídico pre-hegeliano: el ‘derecho natural’ y la ‘ciencia del Estado’. La primera tiene sus orígenes entre los siglos XVII y XVIII; la segunda pertenece a la tradición de la filosofía política clásica. Lo sustancial de esta línea interpretativa jurídico-política, consiste en su rechazo de toda fractura o separación entre el derecho natural y la ciencia del Estado.
Para la filosofía política clásica, hasta el siglo XVII, la societas es la comunidad de los hombres jurídicamente ordenada, una communitas civilis sive politica, que tiene en la polis, entendida aristotélicamente, su soporte teorético. Para el pensamiento político clásico, una visión del hombre aislada de lo político significaba su acercamiento a lo puramente natural y barbárico, vale decir, como antítesis de lo social o cultural. El hombre, como apuntaba Aristóteles, es, pues, un zoon politikón, es decir, un animal político.
Sólo con Maquiavelo, y después con Hobbes, la así llamada ciencia del Estado se independiza de la vieja consideración de la política; movimiento éste que va unido, paralelamente, a la recíproca emancipación de Estado y Sociedad Civil. A partir de ésta escisión, cobra sentido y racionalidad la confrontación, propia del siglo XVIII, entre la Ciencia del Estado y el Derecho Natural, la cual caracteriza a la línea interpretativa del Estado moderno.
La antítesis entre ‘derecho natural’ y ‘ciencia del Estado’, introduce en el pensamiento las conquistas propias de la revolución moderna y, desde entonces, ellas acompañan su incesante discurrir. La política se traduce en filosofía del derecho en virtud de que la escisión entre el derecho natural pre-estatal y el derecho propiamente dicho, se supera y conserva en el derecho constitucional, entendido como conquista del quehacer histórico-político.

La conquista de la Eticidad
El contenido del derecho, considerado como relación jurídica de individuos, propio de la vieja sociedad civil, cede el paso a su inserción como razón del hombre que, porque quiere, realiza su libertad. Hegel retoma, así, la tradición filosófica clásica sin descuidar la importancia y el alcance obtenido por la moderna doctrina del derecho natural en su tiempo.
Se trata de un esfuerzo por poner en relación conceptos antagónicos sobre el Estado. La relación de oposición de la ciencia clásica del derecho y del derecho natural, concluye en la afirmación de un ‘nuevo’ derecho constitucional: la Eticidad, mediada por el movimiento que hace posible su resultado como superación y conservación de los términos de los cuales deriva. Tal Eticidad impone la superación de las abstracciones, de los “puntos de vista”, en un nuevo concepto o estructura de la realidad. Lo ‘abstracto’ deja de ser lo ‘verdadero’ o lo ‘falso’ a secas, para devenir determinación indispensable, pero incompleta que, por ello mismo, debe ser suprimida (aufheben) en lo que tiene de abstracto, al tiempo de conservarla, asignándole una función racional dentro del entramado orgánico del derecho constitucional.

La “Reforma”
La estructura conceptual sobre la cual se viene promoviendo la llamada Reforma constitucional venezolana, adolece del síndrome de la escisión. Regidos por una lógica abstracta, sus promotores y detractores enfatizan en el maniqueísmo jurídico: o llueve o no llueve, o se asume la sociedad como lo abstractamente “público” o se asume como lo abstractamente “privado”. Con lo cual, la sociedad venezolana –cuya naturaleza histórica esencial se caracteriza por la diversidad, la policulturalidad y la multirracialidad- es sometida a una condición de escogencia que no le cabe, que le es incompatible con su propia formación cultural.
En el caso de los promotores de la “Reforma”, se pretende reducirla a lo abstractamente estatal, insistiendo en la ya descrita concepción clásica del Estado, privativa de los derechos individuales, que son, quiérase o no, una conquista de la humanidad. Mas, con ello, se condena a la sociedad venezolana a una situación de retroceso histórico y cultural: se pasa de la idea de Estado occidental, de equilibrio entre la sociedad política y la sociedad civil, al concepto de Estado oriental, en el cual la sociedad política, a la cabeza de la cual se implanta el déspota “iluminado”, lo es todo y la sociedad civil, en cambio, no es nada. Viceversa, sus detractores radicales promueven la desaparición de la concepción clásica del Estado y abogan por el “contrato”, o imperio de lo privado sobre lo público, con lo cual se desvanece la posibilidad de garantizar la justicia social.

Liquidar la Eticidad
Lo que está en discusión, en consecuencia, no es una “Reforma” de la constitución, sino la imposición de un modelo estatista, en su más primitiva acepción oriental, en el que desaparecen las libertades e iniciativas privadas, toda vez que desaparece la sociedad civil que, en cambio, para Marx, era el punto de partida no sólo de la producción real de la sociedad, sino de la liberación del hombre por el hombre.
Se pretende escaldar a Venezuela al calor de una “Reforma” premurosa. Peculiar “Reforma” que, en esta oportunidad, más que un simple cambio de formas –insuflado domingo a domingo por la improvisación del “se me ocurre”-, se propone imponer un cambio radical de la estructura del país: se im-pone “orientalizar” al país. Se trata de un cambio desde “arriba”, “cupular”, que afectará sensiblemente el tejido político, económico, social de Venezuela. Un cambio que liquidará no sólo las formas, sino la vida misma del ser y de la conciencia social del venezolano, que anulará el consenso y, con él, todo posible equilibrio de una Eticidad nacional.

domingo, 29 de julio de 2007

Filosofía de la vida e histoicidad en Wilhelm Dilthey

Una autognosis que no se dirija a un yo abstracto, sino a la plenitud de mí mismo, me encontrará caracterizado históricamente, como la física me reconoce caracterizado cósmicamente. Exactamente así como soy naturaleza, soy historia.
(Carta de Paul York a W. Dilthay, 1923)



El 14 de Noviembre de 1831, la vida de Hegel llegó a su fin. El ocaso de la monumental comprensión de todos los espacios y de todos los tiempos, conservados y superados en su proverbial Hic et Nunc, y sintetizados en la circularidad de la identidad de lo racional y de lo real, dejaba, sin embargo, abierto el camino para los latidos del corazón del topo, que –como decía el mismo Hegel- elabora el presente y construye el porvenir. Ya se sabe: toda época de sistematización genera una época de escisión, de ruptura y crisis. El creador de la dialéctica moderna estaba plenamente consciente de ello. El anunciado fin de la historia, daba así paso a la generación de una nueva manera de comprender la vida, de reordenar los fragmentos dejados tras su paso por el sistema del Espíritu Absoluto, a la luz de los presupuestos de los términos constitutivos de la nueva era que apenas se reiniciaba: otra vez –inmerwieder-, por un lado, estaba el mecanicismo del mundo de la naturaleza y de la física, y, por el otro, el organicismo del mundo de la historia y del espíritu.

Otra vez y siempre de nuevo, se decía antes, porque, como se sabe, la historia de la filosofía, desde sus propios inicios, ha mantenido como una constante esta tensión entre el mecanicismo y el organicismo. Baste citar, a modo de ejemplo, algunos casos significativos: mientras que Aristóteles concibe la vida como resultado de una energía vital, creadora de formas, a la que denomina entelequia, el atomista Demócrito la concibe como el resultado de la asociación mecánica de fuerzas elementales e indivisibles. En el caso de la filosofía moderna, con Descartes y Hobbes a la cabeza, independientemente del punto de partida que sostengan, bien sea desde el punto de vista del racionalismo o bien desde el punto de vista del empirismo, sus concepciones encuentran su nervio central en una explicación mecanicista de la vida. En cambio, Bruno, Spinoza, Vico y Kant, cada uno a su modo, asumen una posición orgánica, que tiene su coronación, primero, en la filosofía del Romanticismo y, más tarde, precisamente en la filosofía de Hegel.

Claro que, después de aquél día crepuscular, en el que el búho de Minerva decidió levantar su vuelo una vez más, la filosofía no volvería a ser la misma. Y es que, en efecto, la gran ansiedad que aflige a la filosofía contemporánea consiste en el hecho de que, por lo menos hasta ahora, sea cual fuere el camino que decidiera emprender, tarde o temprano, termina atrapada en un callejón sin salida. Curioso: al final del callejón, Hegel la observa, y le sonríe, no sin cierta ironía. Tal vez, se pueda estar o no de acuerdo con el autor de la Fenomenología del Espíritu y de la Ciencia de la Lógica. Pero resulta imposible emprender el oficio en cuestión sin hacer, cuando menos, referencia al gran filósofo alemán, a objeto de hacer las cuentas con él. En este sentido, puede afirmarse que, de una u otra forma, quienes hacemos filosofía, hemos heredado el compromiso de vérnosla, tarde o temprano, con el pensamiento de Hegel.

Imposible dejar pasar el hecho de que Wilhelm Dilthey naciera el 19 de Noviembre de 1833, es decir, dos años y cinco días después de la muerte de Hegel. Entre una y otra fecha, las vidas de Goethe y Schleiermaher llegan a su epílogo. La era de la totalidad se fragmenta sin remedio. Y el nacimiento de During –no por casualidad, también ocurrido en 1833- anuncia el alba del imperio positivista, nada menos que en el Walhala: la sagrada residencia de los dioses del idealismo clásico. Dilthey se convierte así en la necesaria mediación entre la gran filosofía alemana del siglo XIX y las corrientes más representativas del pensamiento contemporáneo, de las cuales –y este es el propósito que motiva al presente trabajo- el entramado conceptual de la diltheyana Lebensphilosophie o Filosofía de la vida, pretende dar cuenta.

Es verdad que el nombre de Filosofía de la vida ha sido insistentemente empleado para calificar a las filosofías de Schopenhauer y de Nietzsche. Fue Georg Simmel –en 1907- el primero en afirmar que esas filosofías habían desplazado de su trono a la razón ilustrada, precisamente sobre la base de su rechazo al Racionalismo y de su recuperación del Romanticismo. En ellas, según Simmel, se trata de interpretar la vida como un fenómeno que trasciende los límites trazados por el entendimiento reflexivo, pues, para estos pensadores, el movimiento, el devenir, la energía vital, es más poderosa que la razón, a la cual conciben como algo rígido e inmóvil. De ahí su interés por la vida, interpretada como un organismo, del cual sólo la biología –y en ningún caso la física, para no hablar de la metafísica- puede dar cuenta.

No es por mera casualidad que, también en 1907, fueran descubiertas y reeditadas las Experimentaciones de hibridación en plantas, mejor conocidas como las leyes de Mendel. Simmel, formado en la tradición positivista, se había propuesto aproximar el vitalismo al maravilloso universo biológico que Mendel había originado. De este modo, la vida, como categoría filosófica, quedaba reducida a la intuición, a la “aprehensión por el sentimiento”, a la comprensión mediante una “visión” inmediata o de “lo más próximo”.

Esta interpretación del vitalismo tuvo en Bergson y en Guyau a sus mayores representantes en Francia. Y, conviene decirlo de una vez: con ellos el vitalismo adquirió un desarrollo menos brutal y barbárico que en latitudes teutonas, en donde se alimentaba de la muy corrosiva y, en el fondo decadente, voluntad de poder nietzscheana. El caso de Driesch es considerablemente emblemático en esta dirección.

El vitalismo de Hans Driesch se sustenta en la zoología. Sus experimentos con huevos de erizo le permitieron demostrar que de las gástulas divididas en dos o más partes no resultaban meras partes de un determinado organismo, sino seres vivos íntegros, nuevos, que formaban un nuevo todo. Estos resultados lo llevaron a formular el presupuesto conceptual de su manera de concebir el vitalismo, a saber: como aquella capacidad del organismo viviente de regenerarse de la parte al todo que no puede explicarse mediante los razonamientos del entendimiento reflexivo, sustentado como está en el mecanicismo. El todo es mayor que la suma de las partes. La vida posee una expresión distinta a la de la lógica racional; dicha expresión consiste en la causalidad de la totalidad, es decir, en la determinación de las partes al todo, lo que se manifiesta en una fuerza invisible, no captable a primera vista, y que Driesch, siguiendo a Aristóteles, denomina entelequia. De este modo, la Teoría del orden de Driesch pone en cuestionamiento la posibilidad de la existencia de un yo independiente del mundo. Más bien, la armonía unitaria de todo lo vivo sustenta la multiplicidad de los fenómenos. De ahí, además, que en la vida política y social, y más concretamente, en el Estado, estén presentes, según Driesch, elementos esenciales a los de la vida orgánica. Por ende, también la vida social y política estaría sustentada en la entelequia que soporta y armoniza el organismo natural.

No obstante, y siguiendo en este sentido las consideraciones vitalistas hechas por Spengler o por Bergson, se aprecia una diferencia considerable, y más bien problemática, entre el organismo de la naturaleza y el organismo político y social. En efecto, mientras que en el espacio –y la naturaleza es sustancialmente espacio- existe una clara homogeneidad, puesto que su concepto integral reside en la regular constancia de los fenómenos que trascienden al cambio, el tiempo –y la sociedad es sustancialmente tiempo- no es homogéneo, sino que constituye, más bien, una serie irreversible, no pudiendo pasar voluntariamente en él, como sí en el espacio, desde un punto, o posición, a otro. En el tiempo, de hecho, cada momento vivido es algo nuevo e irrepetible. El tiempo es, pues, un devenir del todo distinto a la temporalidad que presupone el entendimiento reflexivo y, con él, las ciencias naturales. De tal manera, se puede afirmar, que mientras el espacio es, el tiempo no es: por el hecho de que siempre deviene, tal y como lo afirmara, durante el período presocrático, Heráclito de Éfeso: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.

El espacio es captado por el entendimiento reflexivo. Su objeto es lo fenoménico natural. El entendimiento es, precisamente, el instrumento a través del cual el sujeto llega a conocer y dominar el espacio, la naturaleza. En cambio, el tiempo es inaprehensible para el entendimiento, al cual sólo llega a segmentar en unidades contables y medibles convencionalmente, descuidando su condición esencial, a saber: la fluidez del devenir, la cual sólo puede ser, como afirma Dilthey, comprendida, y no simplemente entendida.

Y es aquí donde interviene de un modo decisivo la interpretación de la vida hecha por este distinguido filósofo e historiador alemán, Wilhelm Dilthey; para el cual la naturaleza, objeto del entendimiento reflexivo, representa lo inmóvil, la negación de la vida misma, lo inanimado. En ella, bajo la perspectiva cristalizante del entendimiento, no existe nada nuevo bajo el sol. Como afirmara Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, “se puede recordar la vida en la naturaleza, y como los capullos caen y brotan otros. Pero en la vida espiritual sucede de un modo distinto. El árbol es vivaz, echa brotes, hojas, flores, produce frutos una y otra vez. La planta anual no sobrevive a su fruto. El árbol puede durar decenios, pero muere al fin. La resurrección en la naturaleza es repetición de una y la misma cosa; es la aburrida historia siempre sujeta al mismo ciclo. Bajo su sol no hay nada nuevo. Pero en el sol del espíritu la cosa varía”.

Dilthey podría, efectivamente, suscribir cada una de las afirmaciones hechas por Hegel anteriormente citadas. Para él, la realidad es la vida, y su comprensión sólo es posible como movimiento de la vida hacia la vida, no como entendimiento reflexivo, sino como la totalidad de nuestras fuerzas creadoras. Por eso, lo que el hombre es sólo puede expresarlo a través de la historia.

Las relaciones de tipo mecánico sólo pueden producirse entre entidades espaciales segmentadas y, por ello mismo, reversibles. En cambio, en el tiempo vivido cada momento está inmanentemente relacionado con el resto. La vida, en consecuencia, es vida para la conciencia en acto. Por ello mismo, comprender –y no simplemente entender- el tiempo vivido, es decir, la duración efectiva e interna de la conciencia, es menester no confundirlo con el tiempo espacializado, con el tiempo de los relojes o de los cronómetros, el cual sirve para fines técnicos o científicos, pero que no posee consistencia efectiva para la intensidad de la temporalidad de la vida. Más allá de la intelección, la comprensión es la transferencia de la conciencia a una dimensión espiritual inmanente, capaz de revivir la vida, es decir, de aprehender el sentido y significado de la propia vida mediante la reconstrucción del propio pasado. Así, pues, el tiempo espacializado es el resultado del cálculo, de una operación del entendimiento que lo reduce a la homogeneidad mensurable, a relaciones cuantitativas, medibles, a una entidad del todo diversa de la historicidad, la cual es intrínsecamente inconmensurable y cualitativamente heterogénea.

Comprendida la vida en su historicidad, ésta confluye en la totalidad de nuestro pasado, por lo cual el tiempo vivido se hace irreversible. De ahí que, cuando la conciencia se dirige nuevamente a un mismo objeto, no pueda volver a repetir en él la misma experiencia previa, ya que la experiencia actual está condicionada por el recuerdo que la precede.

La vida es, pues, historia actual, historicidad, infinita creación determinada por el recuerdo (la Erinnerung), no por la memoria (la Gedächtnis). Porque re-cordar, es decir: volver a cordar, a re-hilar, volver a urdir el tejido, la trama del entramado, es un acto reconstructivo que requiere de la participación de la conciencia actual, del sujeto que re--construye su propio proceso de formación cultural (la Bildung). Y sólo mediante esta reconstrucción es posible comprender la vida en la actual irrepetibilidad de su devenir. Esta acción reconstructiva, que hace con-crecer la vida en su actualidad, según Dilthey, lleva el nombre de Erlebnis, esto es, de experiencia vivida o de advenimiento.

Surge así una nueva concepción filosófica, crítica e histórica, marcadamente anti-positivista y anti-intelectualista, que se sustenta en el estudio del tiempo histórico como tarea ineludible para la comprensión de la vida y en la que incluso la naturaleza es reinterpretada a la luz de su historicidad.

La densa estructura histórico-conceptual que propone Dilthey, haya así su nervio central en la crítica de la escisión, del desgarramiento, entre finito e infinito. Se trata de la búsqueda no de “verdades” a medias, de verdades “alternativas”, que de hecho no lo son, sino de la verdad como comprensión y superación de las limitaciones propias de la existencia inmediata, por medio de la exhaustiva revisión de los modelos aparentemente contrapuestos (a saber: materia e idea, teoría y praxis, sujeto y objeto, finito e infinito, multiplicidad y unidad, etc.), para, finalmente, reconquistar su relación originaria, a través, precisamente, de la Erlebnis que, para Dilthey, es vida como saber y saber como vida, en cuanto superación de la oposición propia de los términos de la oposición, característica de las presuposiciones del entendimiento filosofante.

Se comprende, entonces, porqué Dilthey se esfuerza en recuperar los orígenes de la formación del pensamiento de Hegel. En un conocido fragmento juvenil, fechado el 14 de Septiembre de 1800, y descubierto por Dilthey, Hegel afirma que: la vida no puede ser considerada sólo como unificación, como relación: tiene que ser considerada simultáneamente como oposición...: la vida es la unión de la unión y de la no-unión.

Y es que, efectivamente, de esto se trata: el sujeto que recupera su condición vital, la Erlebnis, se hace sustancia, uno y todo. Erlebnis que termina superando las oposiciones, los puntos de vista y las formas de extrañamiento, para descubrirse, no sin sorpresa, sujeto y objeto de sí mismo, finito e infinito, unidad de la unidad y de la no unidad, mediante la reconstrucción de su propio proceso histórico-vital.

Más allá de las abstracciones, tal es la condición de toda concepción auténtica y concretamente vitalista, en la que, como dice Dilthey, el significado de la vida establece, finalmente, una relación íntima entre poesía, religión y filosofía.

Por cierto que, para nosotros, los latinoamericanos, esta concepción haya su origen en la obra poética de Jorge Luis Borges, y particularmente en su conocido Aleph. No porque el Aleph sea un poema, sino porque es, en el sentido clásico del término que sigue Dilthey, una auténtica creación: en este caso, se trata de la creación de nosotros mismos como cultura, como historia y como vida, porque se trata del lugar en el cual –como nosotros mismos- están presentes todos los lugares y todos los tiempos en el mismo lugar y en el mismo tiempo. En este sentido, Borges ha creado –como ha dicho Carlos Fuentes- una auténtica cronotopía latinoamericana –es decir, un tiempo en el que conviven todos los espacios, pero, a la vez, un espacio en el que conviven todos los tiempos. Tiempo y espacio totales, orgánicos, pero al mismo tiempo, signados por la diversidad que nos funda; tiempos orgánicos, como se ha dicho, que certifican el recuerdo de una vivencia igualmente total en la diferencia. Sin saberlo, sin tener conciencia cabal de ello, nosotros somos como Funes: basta con un esfuerzo, con una acción plenamente vivencial, con la divulgación masiva de esta conciencia de lo que somos, para que lo recordemos todo. Sólo comprendiendo esto, podremos conjugar en nuestro crisol blanco, indio y negro, una concepción orgánica de nuestra propia historicidad, porque el poder de concebirla está en nuestras mentes y en nuestras manos capaces y dignas: nosotros los mestizos, los “impuros”, los plurales; nosotros los sostenedores del recuerdo, del deseo, de la esperanza, de la tradición y de la creación; nosotros los que nos descubrimos naciendo para la libertad, tal y como el grande Giambattista Vico nos lo ha sugerido.

Estamos más cerca de Dilthey de lo que nosotros mismos creemos, porque él ha contribuido a recuperar la obra de nuestros mentores ideales. Él, heredero de la más noble tradición del pensamiento, que prefería leer a Schleiermacher y a Hegel, a los filósofos del Renacimiento y a Vico que a Descartes, a Voltaire y a los Iluministas, nos enseña una y otra vez el camino para que, con su recuerdo, seamos capaces de organizar nuestra propia y, al mismo tiempo universal, filosofía de la vida, nuestro particular vitalismo cósmico: este derecho que todos los latinoamericanos tenemos de decirle que no a la violencia, a la sin razón, a la destrucción y a la muerte, a la luz de un acto de creación esencial, que tiene que ser a un tiempo, y como decía Dilthey, poético, religioso y filosófico, es decir, fundamentalmente crítico e histórico.

sábado, 14 de julio de 2007

La mirada de Minerva



El búho de Minerva inicia su vuelo cuando irrumpe el ocaso
G.W.F. Hegel

Athene noctua, diosa del cielo y de la tierra. Bajo las tinieblas, en la obscuridad de la noche, resulta difícil poder ver. Y sin embargo, los penetrantes ojos de Minerva son capaces de traspasar la lobreguez, de rasgar con la mirada el señorío de la noche, la dureza que se oculta, como sólida roca, recubierta por las tinieblas. Se sabe que el ver es la acción del percibir a través de los ojos los objetos mediante la acción de la luz, en tanto que el mirar es la función de aplicar la vista a un objeto. Ver, pues, implica un actus pasivo. Mirar, en cambio, constituye un actus de suyo. Jorge Luís Borges es, quizá, nuestro mejor ejemplo. Era invidente: pero sí que miraba. Prueba de ello es la penetración de la que fue capaz para vencer las sombras que, por años, nos han impedido –a nosotros, los latinoamericanos- contemplar y, más aún, contemplarnos, en este lugar y en este tiempo que contiene todos los lugares y todos los tiempos. Más de una vez, nuestro particular Homero pudo traspasar, precisamente, el señorío de la noche, dentro del cual nos hemos habituado a vivir. Y es que, al igual que Homero, Borges tenía un don, portaba el signo de los dioses: lo asistía la mirada de Minerva.
Propósito de estas breves líneas consiste en exhortar a los lectores a mirar, y no simplemente a ver, la obra “poética” de Borges como el punto de partida de una concepción del mundo que nos pertenece, base, tal vez, de nuestra propia, una y múltiple, universal y particular, pura y mestiza, filosofía. Filosofía pues, de la mirada barroca.
El lector se preguntará, no sin razón: Pero, ¿porqué barroca? Bastará, a modo de respuesta, señalar algunas consideraciones que, quizá, permitan comprender el significado de semejante afirmación.
Lo que hace interesante el estudio de las configuraciones filosóficas sufridas por la historia no es su linealidad escolástica, o el estrecho criterio de su exposición en el museo de cera de la irrepetibilidad fidedigna de sus fenómenos y circunstancias: es, como decía Lezama-Lima, en el saboreo de sus sinuosas espirales, que tejen y destejen el mismo espíritu y el mismo saber, en sus más variadas -e incluso extravagantes- manifestaciones, donde reside la fuerza verdadera de su atracción. Un caso admirable, y que podría contribuir a la confirmación de este argumento, lo constituye, precisamente, “el período” barroco. En efecto, ¿Es posible pensar en la linealidad barroca? ¿Puede suponerse una separación -por más analíticamente encaminada que esta pueda estar- entre las relaciones políticas y sociales existentes en aquél período de la historia humana y la expresión artística que en él se produjo? O, en otros términos: si puede hablarse de música barroca o de pintura barroca, ¿sería imposible hablar de una medicina barroca y de un derecho barroco, o de una política y de una economía barrocas? Es decir, ¿de una cultura barroca en general? Pero, más aún: ¿está confinada dicha cultura barroca a un tiempo y a un espacio irrecuperables y, en consecuencia, irrepetibles? Con relación a ello, conviene recordar una anécdota, a manera de emblema definitorio o elípticamente problemática: en la Alemania de 1800, el maestro Dionisio Weber, fundador y director del museo de Praga, prohibía a sus discípulos leer o interpretar a otros compositores que no fuesen barrocos. Un día, uno de sus discípulos, escuchó hablar de un compositor que había sido capaz de elaborar una música barroca opuesta a todas las reglas del barroco, y decidió penetrar la obra de aquél extraño e irreverente compositor, para quedar prendado de él por el resto de sus días. El extraño compositor atendía al nombre de Ludwig Van Beethoven. El joven discípulo de Weber se llamaba Moscheles. Después de haber probado, una y otra vez, la fruta prohibida, el propio Moscheles escribió: “en ella encontré un consuelo y un placer que ningún otro compositor me había proporcionado antes”.
Pero, ¿qué relación guarda esto con Borges, con su invidencia; qué relaciona al barroco con Minerva y, más aún, con la América Latina?
En realidad, el barroco es una constelación de ideas y valores, o, más bien, una de las figuras recurrentes y constitutivas de la experiencia de la conciencia social. Más aún, desde el momento en que la América dejó de ser naturaleza para devenir cultura de la crisis utópica, es decir, una vez que –al decir de Carlos Fuentes- devino cronotopía, la expresión barroca se hizo carne y sangre de la nueva civilización. El barroco, en efecto, es uno de los pilares esenciales y determinantes del desarrollo espiritual que le es inmanente al continente americano, dado que es el concreto armado, integral, con el cual aún se sigue fraguando la ancha base que sustenta el mestizaje de su cultura.
No resulta improbable, en consecuencia, que al tener la necesidad de definir en una palabra el movimiento barroco, el ensayista sienta el enfático deseo de sugerir la curiosidad. El estilo excesivo que surgiere, en pleno siglo XVII, plenado de rizadas orlas gongóricas, de formas múltiples y plurales -y sólo en apariencia insustanciales-, dos siglos después terminará por convertirse en la referencia más importante de una racionalidad diversa, aunque siempre estéticamente encaminada. Los ejemplos se desbordan por sí mismos: aparte de Cervantes, Quevedo y Sor Juana; aparte de Kondori, Alejaindinho y del propio Boturini, discípulo de Vico, los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un barroco frío y un barroco bullente, la matemática de Leibniz, la ética de Spinoza, y hasta algún critico excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco (Cfr.:Lezama-Lima).
Pero arar en el mar –Bolívar dixit- es, por cierto, para la América Latina, el mayor de sus desafíos, y quizá su santo y seña. Cuando, en su hora, Hume alertaba sobre la uniformidad e invariabilidad de las facultades humanas, en ese preciso instante convocaba, acaso sin sospecharlo, las fuerzas de la otreidad que le son inmanentes, opuestas a semejante argumento. Convocaba, precisamente allende el mar, nada menos que al spinocismo de la sustancia, inescindiblemente unido al viquianismo de un mundo diverso y culturalmente múltiple, cuya sola presencia estética e intelectiva transformaría en fragmentos la razón de su tiempo, devenida, ahora, deseo y utopía, verbo e imagen, frontera entre la razón y el sueño, dentro del poliedro del ciego vidente, de Homero a Borges. Verbo e imagen, el uno y la otra, capaces de apropiarse de todas las tradiciones culturales, a fin de mostrar, en el borgiano espejo de los laberintos -o en el laberinto de los espejos- el reflejo fiel de un ser social hechizado; reflejo, por demás, metafísico, que sin embargo siempre se niega a degenerar en sistema de sí mismo.
La imaginación -decía Cecilio Acosta, en 1879- tiene sus sueños, que no son menos que su manera de concebir las cosas: si las otras facultades del alma labran con ideas, ella labra con colores, y sus creaciones son cuadros... es como la luz, llevando delante reflejos y dejando detrás tintas hermosas. Pero, a veces, las cuadraturas de su creación rondan sin cesar, delineando los incesantes giros de un laberinto circular.
En su intento por sintetizar las culturas fundacionales del Nuevo Mundo, la imaginación, presente en la flexión de la lengua hispana, permite a Jorge Luís Borges apropiarse legítimamente de tal herencia intelectual y moral -indígena e hispana, musulmana y judía, africana y asiática- a fin de construir el espejo de una historia siempre recurrente y siempre original, que comporta, de modo esencial, el hilo de la memoria y el entramado del deseo.
Memoria y deseo son, pues, los términos dentro de los cuales, en la obra de Borges, se va gestando la crítica de las formas propias de la concepción moderna del absoluto, para hacer surgir la Imaginatio de un paisaje barroco, caracterizado por su diversidad -como dice Fuentes- policultural y multirracial. El mentor metafísico de semejante empresa hermenéutica es, no por mera casualidad, Giambattista Vico.
Así, pues, Imaginación y Diversidad: la aguda mirada –a todas luces, filosófica- de Borges da cuenta de una formación cultural plenada por la ausencia, y que, no obstante, se hace abundante y rica en determinaciones, casi siempre, rigurosamente barrocas, en virtud de las cuales se pone de manifiesto la huella indeleble, y no siempre disonante, de todos los lugares y de todos los tiempos en un solo lugar y en un solo tiempo.
La América Latina es, por un lado, un mundo ficticio, el fantástico mundo de la imaginación, el lugar del no lugar, la U-topía deseada; pero, por otro lado, y al mismo tiempo, es un continente real, el continente de la necesidad y de los encuentros, el lugar de los lugares, la topía concreta, el laberinto de La Biblioteca de Babel descrito por Borges. Indo-afro-ibero-América es, pues, un espejo, en el que sus actores no se ven, pero se miran; más precisamente, es aquél lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. En breve fórmula, es una inversión especular en la cual una cierta caleidoscopía puede llegar a percibir, en un mismo rostro, al griego, al judío, al negro y al indio. Eso sí: para asir semejante inversión, resulta indispensable la obscuridad, la inmovilidad y la acomodación ocular, en fin, el contraste de luces y sombras, a objeto de fijar la mirada en la empinada escalera -espiral- de la historia. Acaso, la mejor definición de Latinoamérica esté contenida en la conocida metáfora borgiana presente en La muerte y la brújula, en la que las tardes desiertas se parecen a los amaneceres. O, lo que es igual, en la que los amaneceres poblados se parecen a las tardes.
Pero, precisamente, la entera historia de la humanidad, como ha dicho Borges, está situada entre el alba y la noche. Mas, en todo caso -y según Fuentes- la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia. La procesión va por dentro...: la América Latina es el barroco microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo. En consecuencia, espacios soñados y tiempos renovables. Tiempos renovables y espacios soñados. Espacios y Tiempos, Tiempos y Espacios. Imperio de lo divergente, lo convergente, lo paralelo; espacios y tiempos, tiempos y espacios, como los del Jardín de los senderos que se bifurcan, o los del Aleph, de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Es un hecho el que las repúblicas fundadas por nómadas ameriten –casi siempre- del indispensable concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería...:

... apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto...

No importa que el escritor argentino -lector de Croce y, en no pocos casos, cercano a su historicismo- no se refiera a temas directamente relacionados con las tradiciones culturales indígenas o africanas. Le ha correspondido a Asturias, a Gallegos o a Carpentier esa importante labor. Sobre Borges ha recaído la responsabilidad de recrear -y conviene advertir que toda recreación es una nueva creación- dentro del espacio y del tiempo uno y múltiple de la América hispánica, toda la herencia de la cultura occidental, a fin de demostrar, por cierto, la ficción de su improbable univocidad y unidimensionalidad y, por ello mismo, de su carácter lineal. En una expresión, Borges, por muchos y azulados desagües, heredero de Vico, ha aprendido -¡y ha enseñado!- que la América india, ibérica y africana no es la insípida réplica de una cultura monolíticamente occidental sino, más bien, su espejo, su otro correlativo, necesario e inescindible:
Yo que sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita
...
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
Años de errar bajo la varia luna,
Me pregunto qué azar de la fortuna
Hizo que yo temiera a los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antiguo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.

Los espejos -advierte Borges- Prolongan este vano mundo incierto/ En su vertiginosa telaraña;/ A veces en la tarde los empaña/ El hálito de un hombre que no ha muerto. Tiempo de tiempos: las rectas galerías de la historia occidental han terminado por ceder su paso inevitable, perentorio, al surgimiento de curvaturas que, secretamente, han devenido círculos, hasta delinear la ruta espiral del laberinto Ideal y Eterno. Espacio de espacios: cíclicamente vuelven los astros y los hombres, en medio de una oscura rotación pitagórica que, Noche a noche, arroja a los mismos hombres en un -después de todo- no tan remoto lugar del mundo. La eternidad se concreta entonces para cifrar su inmensidad en lo mínimo, y la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura... termina en el infinito diálogo de una substancia compartida. La historia se concentra entonces, para luego estallar, revelándose en un tropel de infinitos contrastes. Y, otra vez, la otreidad se pone de manifiesto en su elemento diverso, hiriendo con su brusca luz la obscuridad de lo impuesto, en medio del destierro y del olvido.
Como ha indicado Fuentes, a partir de Borges la narrativa hispanoamericana asume, conscientemente, la paradoja que forma y conforma el horizonte de su comprensión cultural, a fin de dar cuenta, precisamente, de su muy particular modo de construir la totalidad. Se trata de una visión universal que, por ello mismo, se expresa en toda su riqueza cronotópica: Simultaneidad y secuencia, sincronicidad, tiempo progresivo y tiempo mítico, son elementos esenciales de composición, en grado diverso... Concepción -agrega Fuentes- inclusiva del tiempo, o más bien, de los tiempos “divergentes, convergentes y paralelos”, que comprende los lenguajes capaces de representar la variedad de los mismos... diversos lenguajes que, a su vez, representan una pluralidad de tiempos.
La mirada es la profundidad misma del saber, la filosofía, bajo la forma de su representación estética esencial. Al decir del joven Marx, de la cabeza de Zeus, padre de los dioses, surgió Pallas Atenea… la nueva diosa presenta, aun, la figura obscura del sino, de la luz pura o de la pura tiniebla. Fáltanle los colores del día .La dicha en tal desdicha resulta ser, pues, la forma subjetiva, la modalidad con que tal filosofía se comporta respecto de la realidad… La filosofía echa a sus espaldas los ojos (la osamenta de su madre son lucientes ojos) cuando su corazón se entrega decididamente a la creación de un mundo.
Por encima de las ideologías, que perdieron por el camino de los maniqueísmos caudillescos su talante filosófico, Borges está, hoy y para nosotros, más cerca de Spinoza, de Vico, de Hegel y de Marx, mucho más de lo que los disecadores de oficio se podrían imaginar.
Dispongámonos, pues, a la creación de un mundo, miremos más profundamente en la obscuridad del presente. Es tiempo de vencer la escisión y el desgarramiento, a la luz de nuestra particular y, a la vez, universal filosofía.









jueves, 12 de julio de 2007

Gramsci y el Estado

Gramsci y El Estado
José Rafael Herrera


Hegel, el gran filósofo alemán, en una de sus más importantes obras –la Enciclopedia de las ciencias filosóficas-, se queja, no sin razón, de quienes están convencidos de no necesitar de una mayor formación filosófica para opinar libremente sobre los temas y problemas que le son propios, al punto de considerarse “filósofos”: “Esta ciencia –dice Hegel- tiene la mala suerte de que aun aquellos que nunca se han ocupado de ella se imaginan y dicen comprender naturalmente los problemas que trata, y ser capaces, ayudados por una cultura ordinaria, de filosofar y juzgar en filosofía”.
Recientemente, el señor presidente, en un mitin en la Avenida Bolívar, dictó toda una lectio sobre la concepción del Estado en Antonio Gramsci, filósofo italiano y padre del marxismo occidental. Con su acostumbrada audacia, el comandante en jefe, ahora devenido filósofo, expuso lo que, en su opinión, sintetiza las “líneas maestras” del pensamiento político gramsciano. Es difícil saber si alguno de los funcionarios que allí se encontraba sabía quien era Gramsci. Quién lo sabe. Pero más difícil todavía sería averiguar si el público que, templete abajo, le escuchaba tenía idea no sólo de quién era Gramsci, sino de la muy peculiar interpretación que el primer mandatario hizo de sobre su pensamiento.
Según el señor presidente-comandante, Gramsci no era Gramsci, sino todo lo contrario, o sea, Mussolini. En su interpretación, la “sociedad civil” es, para Gramsci, aquello que debe ser aplastado, erradicado de la sociedad, porque es en ella donde los hombres se hacen individualistas, egoístas, competitivos; en fin: burgueses. Sólo en la “sociedad política”, o sea, “en el Estado” (sic), el hombre reconoce lo colectivo y se convierte en socialista. Por eso, según el exegeta, para Gramsci, el Estado está constituido por la sociedad política, la cual tiene la obligación de imponer su “hegemonía”, su “coerción”, sobre esa suerte de “superestructura”, esa especie de “falsa conciencia”, ese caldo de cultivo de los más viles perjuicios contra el Estado, que es la sociedad civil.
El presidente-comandante y “filósofo de la praxis”, ha expuesto, con magistral lucidez hermenéutica, las tesis fundamentales del pensamiento gramsciano, aunque con una “ligera” imprecisión: o sea, ha mostrado exactamente su reverso. Lo cual coloca al intérprete en una situación doblemente delicada, porque no sólo ha definido una versión antitética de todo Gramsci, sino que, al hacerlo, puso en evidencia su profundo desconocimiento de Marx. ¡Pura dialéctica!
En realidad, se equivoca el “filósofo-rey”: ni Marx ni Gramsci se proponían “aplastar” con el peso del Estado a la sociedad civil. El primero se proponía superar toda forma de Estado absolutista, despótico, autocrático y opresor, para que, liberada de las cadenas que el Estado históricamente le ha impuesto, la sociedad civil, como “estructura” real y efectiva de la sociedad (y en ningún caso como “sobrestructura”) pudiese con plena libertad encontrar formas de producción y organización –tanto materiales como espirituales- basadas no en la coerción sino en el consenso, no en la barbarie sino en la civilización. Sólo entonces los ciudadanos libres podrían escribir en su bandera: “a cada cual según sus necesidades, a cada quien según sus capacidades”. Marx, por tanto, no se proponía liquidar la propiedad privada: como dice en el Manifiesto, se trata de “superarla y conservarla”, porque el problema de la propiedad privada en la sociedad burguesa, consiste en su no distribución, en el hecho de que esté concentrada en pocas manos. Como puede verse, se trata de una cuestión de equidad, no de un hurto.
En el caso de Gramsci, no existe Estado –por lo menos no en Occidente- que no contenga dos elementos esenciales: la sociedad política y la sociedad civil, es decir, la coerción y el consenso, la heteronomía y la autonomía, diría Kant. La sociedad política es el receptáculo de las instituciones, las leyes, el ejército, la burocracia, etc. Ella constituye la sobrestructura del Estado, no su estructura. La sociedad civil es aquella parte más amplia del Estado –su real y efectiva estructura productiva, tanto material como espiritual- que tiene la virtud de sustentar o de revolucionar permanentemente a la sociedad política, porque cuando la sociedad civil adquiere plena conciencia de sus necesidades, y se hace radical, se halla en capacidad de romper con una sociedad política esclerotizada, enmohecida. Para Gramsci, un Estado lo es sólo “en la medida en que es la misma sociedad “ordenada”. No bastan los límites jurídicos: no se le pueden poner límites a los derechos civiles, ni se le puede exigir que se autolimiten. El derecho positivo no puede ser el límite del Estado, porque éste –como sociedad civil- puede modificarlo en cualquier momento, en nombre de sus necesidades radicales y de las exigencias que promueva.
Un concepto unilateral de Estado, concebido, como pura “sociedad política”, es una presuposición en extremo reaccionaria y redunda en el despotismo. La hegemonía estatal no radica en la sociedad política: es el nervio vital de la sociedad civil. De esta manera, el Estado no puede ser sólo “el aparato gubernamental”, como lo conciben los autoritaristas, sino que es además el ámbito de lo “privado”, es decir, de la sociedad civil. En tal sentido, la formulación gramsciana es tajante: “el Estado es igual a la sociedad política más la sociedad civil, es decir, la hegemonía reforzada por la coerción”.
La idea leninista de Estado en modo alguno puede ser “aplicada” en Occidente. El Estado en Oriente –afirma Gramsci- posee un aparato más o menos simple, compuesto básicamente por la esfera de lo político. En él el consenso sólo se haya en estado embrionario. Quien sustenta el poder lo es todo. Por tal motivo, la Revolución bolchevique pasó de una sociedad autoritaria a otra. Contrariamente, en Occidente, la estructura económica y social es más elaborada y compleja. En ella coexisten las dos esferas en sentido polar, la civil y la política, lo cual implica una transformación de la estrategia “revolucionaria”, la cual comprende dos etapas distintas: la concientización de la sociedad y la acción política. De ahí que el significado de hegemonía se identifique con “la crítica real”, con una “filosofía viviente”. Hegemonía significa, pues, crítica filosófica, no dominio. Por eso, la hegemonía no se construye desde el poder, sino en la sociedad. El objetivo es el de superar la simpleza de la visión reivindicativa (corporativista) de la sociedad y de construir su visión orgánica, conquistando la dirección moral y cultural de la sociedad, logrando una inescindible relación entre la estructura y la sobrestructura, sin lo cual la hegemonía se transforma en simple coerción desprovista de acción cultural, incapaz de reordenar el Estado.
El “filósofo-rey” de Sabaneta ha sido burlado en su buena fe. Le han creado una ilusión. Como al daltónico, le han hecho invertir los colores del “semáforo” hermenéutico. Ha creído ver el rojo donde sólo hay verde oliva. Los ductores de sus aporreadas lecturas le han hecho falsificar no sólo a Gramsci sino, incluso, también a Marx.
En nombre de Marx –y ahora, también de Gramsci- intenta conducir un proceso “revolucionario” que ni es revolucionario ni tiene que ver con el marxismo, por lo menos no con el marxismo de Marx. Pero, hay que decirlo: tampoco con el de Gramsci.