domingo, 29 de julio de 2007

Filosofía de la vida e histoicidad en Wilhelm Dilthey

Una autognosis que no se dirija a un yo abstracto, sino a la plenitud de mí mismo, me encontrará caracterizado históricamente, como la física me reconoce caracterizado cósmicamente. Exactamente así como soy naturaleza, soy historia.
(Carta de Paul York a W. Dilthay, 1923)



El 14 de Noviembre de 1831, la vida de Hegel llegó a su fin. El ocaso de la monumental comprensión de todos los espacios y de todos los tiempos, conservados y superados en su proverbial Hic et Nunc, y sintetizados en la circularidad de la identidad de lo racional y de lo real, dejaba, sin embargo, abierto el camino para los latidos del corazón del topo, que –como decía el mismo Hegel- elabora el presente y construye el porvenir. Ya se sabe: toda época de sistematización genera una época de escisión, de ruptura y crisis. El creador de la dialéctica moderna estaba plenamente consciente de ello. El anunciado fin de la historia, daba así paso a la generación de una nueva manera de comprender la vida, de reordenar los fragmentos dejados tras su paso por el sistema del Espíritu Absoluto, a la luz de los presupuestos de los términos constitutivos de la nueva era que apenas se reiniciaba: otra vez –inmerwieder-, por un lado, estaba el mecanicismo del mundo de la naturaleza y de la física, y, por el otro, el organicismo del mundo de la historia y del espíritu.

Otra vez y siempre de nuevo, se decía antes, porque, como se sabe, la historia de la filosofía, desde sus propios inicios, ha mantenido como una constante esta tensión entre el mecanicismo y el organicismo. Baste citar, a modo de ejemplo, algunos casos significativos: mientras que Aristóteles concibe la vida como resultado de una energía vital, creadora de formas, a la que denomina entelequia, el atomista Demócrito la concibe como el resultado de la asociación mecánica de fuerzas elementales e indivisibles. En el caso de la filosofía moderna, con Descartes y Hobbes a la cabeza, independientemente del punto de partida que sostengan, bien sea desde el punto de vista del racionalismo o bien desde el punto de vista del empirismo, sus concepciones encuentran su nervio central en una explicación mecanicista de la vida. En cambio, Bruno, Spinoza, Vico y Kant, cada uno a su modo, asumen una posición orgánica, que tiene su coronación, primero, en la filosofía del Romanticismo y, más tarde, precisamente en la filosofía de Hegel.

Claro que, después de aquél día crepuscular, en el que el búho de Minerva decidió levantar su vuelo una vez más, la filosofía no volvería a ser la misma. Y es que, en efecto, la gran ansiedad que aflige a la filosofía contemporánea consiste en el hecho de que, por lo menos hasta ahora, sea cual fuere el camino que decidiera emprender, tarde o temprano, termina atrapada en un callejón sin salida. Curioso: al final del callejón, Hegel la observa, y le sonríe, no sin cierta ironía. Tal vez, se pueda estar o no de acuerdo con el autor de la Fenomenología del Espíritu y de la Ciencia de la Lógica. Pero resulta imposible emprender el oficio en cuestión sin hacer, cuando menos, referencia al gran filósofo alemán, a objeto de hacer las cuentas con él. En este sentido, puede afirmarse que, de una u otra forma, quienes hacemos filosofía, hemos heredado el compromiso de vérnosla, tarde o temprano, con el pensamiento de Hegel.

Imposible dejar pasar el hecho de que Wilhelm Dilthey naciera el 19 de Noviembre de 1833, es decir, dos años y cinco días después de la muerte de Hegel. Entre una y otra fecha, las vidas de Goethe y Schleiermaher llegan a su epílogo. La era de la totalidad se fragmenta sin remedio. Y el nacimiento de During –no por casualidad, también ocurrido en 1833- anuncia el alba del imperio positivista, nada menos que en el Walhala: la sagrada residencia de los dioses del idealismo clásico. Dilthey se convierte así en la necesaria mediación entre la gran filosofía alemana del siglo XIX y las corrientes más representativas del pensamiento contemporáneo, de las cuales –y este es el propósito que motiva al presente trabajo- el entramado conceptual de la diltheyana Lebensphilosophie o Filosofía de la vida, pretende dar cuenta.

Es verdad que el nombre de Filosofía de la vida ha sido insistentemente empleado para calificar a las filosofías de Schopenhauer y de Nietzsche. Fue Georg Simmel –en 1907- el primero en afirmar que esas filosofías habían desplazado de su trono a la razón ilustrada, precisamente sobre la base de su rechazo al Racionalismo y de su recuperación del Romanticismo. En ellas, según Simmel, se trata de interpretar la vida como un fenómeno que trasciende los límites trazados por el entendimiento reflexivo, pues, para estos pensadores, el movimiento, el devenir, la energía vital, es más poderosa que la razón, a la cual conciben como algo rígido e inmóvil. De ahí su interés por la vida, interpretada como un organismo, del cual sólo la biología –y en ningún caso la física, para no hablar de la metafísica- puede dar cuenta.

No es por mera casualidad que, también en 1907, fueran descubiertas y reeditadas las Experimentaciones de hibridación en plantas, mejor conocidas como las leyes de Mendel. Simmel, formado en la tradición positivista, se había propuesto aproximar el vitalismo al maravilloso universo biológico que Mendel había originado. De este modo, la vida, como categoría filosófica, quedaba reducida a la intuición, a la “aprehensión por el sentimiento”, a la comprensión mediante una “visión” inmediata o de “lo más próximo”.

Esta interpretación del vitalismo tuvo en Bergson y en Guyau a sus mayores representantes en Francia. Y, conviene decirlo de una vez: con ellos el vitalismo adquirió un desarrollo menos brutal y barbárico que en latitudes teutonas, en donde se alimentaba de la muy corrosiva y, en el fondo decadente, voluntad de poder nietzscheana. El caso de Driesch es considerablemente emblemático en esta dirección.

El vitalismo de Hans Driesch se sustenta en la zoología. Sus experimentos con huevos de erizo le permitieron demostrar que de las gástulas divididas en dos o más partes no resultaban meras partes de un determinado organismo, sino seres vivos íntegros, nuevos, que formaban un nuevo todo. Estos resultados lo llevaron a formular el presupuesto conceptual de su manera de concebir el vitalismo, a saber: como aquella capacidad del organismo viviente de regenerarse de la parte al todo que no puede explicarse mediante los razonamientos del entendimiento reflexivo, sustentado como está en el mecanicismo. El todo es mayor que la suma de las partes. La vida posee una expresión distinta a la de la lógica racional; dicha expresión consiste en la causalidad de la totalidad, es decir, en la determinación de las partes al todo, lo que se manifiesta en una fuerza invisible, no captable a primera vista, y que Driesch, siguiendo a Aristóteles, denomina entelequia. De este modo, la Teoría del orden de Driesch pone en cuestionamiento la posibilidad de la existencia de un yo independiente del mundo. Más bien, la armonía unitaria de todo lo vivo sustenta la multiplicidad de los fenómenos. De ahí, además, que en la vida política y social, y más concretamente, en el Estado, estén presentes, según Driesch, elementos esenciales a los de la vida orgánica. Por ende, también la vida social y política estaría sustentada en la entelequia que soporta y armoniza el organismo natural.

No obstante, y siguiendo en este sentido las consideraciones vitalistas hechas por Spengler o por Bergson, se aprecia una diferencia considerable, y más bien problemática, entre el organismo de la naturaleza y el organismo político y social. En efecto, mientras que en el espacio –y la naturaleza es sustancialmente espacio- existe una clara homogeneidad, puesto que su concepto integral reside en la regular constancia de los fenómenos que trascienden al cambio, el tiempo –y la sociedad es sustancialmente tiempo- no es homogéneo, sino que constituye, más bien, una serie irreversible, no pudiendo pasar voluntariamente en él, como sí en el espacio, desde un punto, o posición, a otro. En el tiempo, de hecho, cada momento vivido es algo nuevo e irrepetible. El tiempo es, pues, un devenir del todo distinto a la temporalidad que presupone el entendimiento reflexivo y, con él, las ciencias naturales. De tal manera, se puede afirmar, que mientras el espacio es, el tiempo no es: por el hecho de que siempre deviene, tal y como lo afirmara, durante el período presocrático, Heráclito de Éfeso: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.

El espacio es captado por el entendimiento reflexivo. Su objeto es lo fenoménico natural. El entendimiento es, precisamente, el instrumento a través del cual el sujeto llega a conocer y dominar el espacio, la naturaleza. En cambio, el tiempo es inaprehensible para el entendimiento, al cual sólo llega a segmentar en unidades contables y medibles convencionalmente, descuidando su condición esencial, a saber: la fluidez del devenir, la cual sólo puede ser, como afirma Dilthey, comprendida, y no simplemente entendida.

Y es aquí donde interviene de un modo decisivo la interpretación de la vida hecha por este distinguido filósofo e historiador alemán, Wilhelm Dilthey; para el cual la naturaleza, objeto del entendimiento reflexivo, representa lo inmóvil, la negación de la vida misma, lo inanimado. En ella, bajo la perspectiva cristalizante del entendimiento, no existe nada nuevo bajo el sol. Como afirmara Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, “se puede recordar la vida en la naturaleza, y como los capullos caen y brotan otros. Pero en la vida espiritual sucede de un modo distinto. El árbol es vivaz, echa brotes, hojas, flores, produce frutos una y otra vez. La planta anual no sobrevive a su fruto. El árbol puede durar decenios, pero muere al fin. La resurrección en la naturaleza es repetición de una y la misma cosa; es la aburrida historia siempre sujeta al mismo ciclo. Bajo su sol no hay nada nuevo. Pero en el sol del espíritu la cosa varía”.

Dilthey podría, efectivamente, suscribir cada una de las afirmaciones hechas por Hegel anteriormente citadas. Para él, la realidad es la vida, y su comprensión sólo es posible como movimiento de la vida hacia la vida, no como entendimiento reflexivo, sino como la totalidad de nuestras fuerzas creadoras. Por eso, lo que el hombre es sólo puede expresarlo a través de la historia.

Las relaciones de tipo mecánico sólo pueden producirse entre entidades espaciales segmentadas y, por ello mismo, reversibles. En cambio, en el tiempo vivido cada momento está inmanentemente relacionado con el resto. La vida, en consecuencia, es vida para la conciencia en acto. Por ello mismo, comprender –y no simplemente entender- el tiempo vivido, es decir, la duración efectiva e interna de la conciencia, es menester no confundirlo con el tiempo espacializado, con el tiempo de los relojes o de los cronómetros, el cual sirve para fines técnicos o científicos, pero que no posee consistencia efectiva para la intensidad de la temporalidad de la vida. Más allá de la intelección, la comprensión es la transferencia de la conciencia a una dimensión espiritual inmanente, capaz de revivir la vida, es decir, de aprehender el sentido y significado de la propia vida mediante la reconstrucción del propio pasado. Así, pues, el tiempo espacializado es el resultado del cálculo, de una operación del entendimiento que lo reduce a la homogeneidad mensurable, a relaciones cuantitativas, medibles, a una entidad del todo diversa de la historicidad, la cual es intrínsecamente inconmensurable y cualitativamente heterogénea.

Comprendida la vida en su historicidad, ésta confluye en la totalidad de nuestro pasado, por lo cual el tiempo vivido se hace irreversible. De ahí que, cuando la conciencia se dirige nuevamente a un mismo objeto, no pueda volver a repetir en él la misma experiencia previa, ya que la experiencia actual está condicionada por el recuerdo que la precede.

La vida es, pues, historia actual, historicidad, infinita creación determinada por el recuerdo (la Erinnerung), no por la memoria (la Gedächtnis). Porque re-cordar, es decir: volver a cordar, a re-hilar, volver a urdir el tejido, la trama del entramado, es un acto reconstructivo que requiere de la participación de la conciencia actual, del sujeto que re--construye su propio proceso de formación cultural (la Bildung). Y sólo mediante esta reconstrucción es posible comprender la vida en la actual irrepetibilidad de su devenir. Esta acción reconstructiva, que hace con-crecer la vida en su actualidad, según Dilthey, lleva el nombre de Erlebnis, esto es, de experiencia vivida o de advenimiento.

Surge así una nueva concepción filosófica, crítica e histórica, marcadamente anti-positivista y anti-intelectualista, que se sustenta en el estudio del tiempo histórico como tarea ineludible para la comprensión de la vida y en la que incluso la naturaleza es reinterpretada a la luz de su historicidad.

La densa estructura histórico-conceptual que propone Dilthey, haya así su nervio central en la crítica de la escisión, del desgarramiento, entre finito e infinito. Se trata de la búsqueda no de “verdades” a medias, de verdades “alternativas”, que de hecho no lo son, sino de la verdad como comprensión y superación de las limitaciones propias de la existencia inmediata, por medio de la exhaustiva revisión de los modelos aparentemente contrapuestos (a saber: materia e idea, teoría y praxis, sujeto y objeto, finito e infinito, multiplicidad y unidad, etc.), para, finalmente, reconquistar su relación originaria, a través, precisamente, de la Erlebnis que, para Dilthey, es vida como saber y saber como vida, en cuanto superación de la oposición propia de los términos de la oposición, característica de las presuposiciones del entendimiento filosofante.

Se comprende, entonces, porqué Dilthey se esfuerza en recuperar los orígenes de la formación del pensamiento de Hegel. En un conocido fragmento juvenil, fechado el 14 de Septiembre de 1800, y descubierto por Dilthey, Hegel afirma que: la vida no puede ser considerada sólo como unificación, como relación: tiene que ser considerada simultáneamente como oposición...: la vida es la unión de la unión y de la no-unión.

Y es que, efectivamente, de esto se trata: el sujeto que recupera su condición vital, la Erlebnis, se hace sustancia, uno y todo. Erlebnis que termina superando las oposiciones, los puntos de vista y las formas de extrañamiento, para descubrirse, no sin sorpresa, sujeto y objeto de sí mismo, finito e infinito, unidad de la unidad y de la no unidad, mediante la reconstrucción de su propio proceso histórico-vital.

Más allá de las abstracciones, tal es la condición de toda concepción auténtica y concretamente vitalista, en la que, como dice Dilthey, el significado de la vida establece, finalmente, una relación íntima entre poesía, religión y filosofía.

Por cierto que, para nosotros, los latinoamericanos, esta concepción haya su origen en la obra poética de Jorge Luis Borges, y particularmente en su conocido Aleph. No porque el Aleph sea un poema, sino porque es, en el sentido clásico del término que sigue Dilthey, una auténtica creación: en este caso, se trata de la creación de nosotros mismos como cultura, como historia y como vida, porque se trata del lugar en el cual –como nosotros mismos- están presentes todos los lugares y todos los tiempos en el mismo lugar y en el mismo tiempo. En este sentido, Borges ha creado –como ha dicho Carlos Fuentes- una auténtica cronotopía latinoamericana –es decir, un tiempo en el que conviven todos los espacios, pero, a la vez, un espacio en el que conviven todos los tiempos. Tiempo y espacio totales, orgánicos, pero al mismo tiempo, signados por la diversidad que nos funda; tiempos orgánicos, como se ha dicho, que certifican el recuerdo de una vivencia igualmente total en la diferencia. Sin saberlo, sin tener conciencia cabal de ello, nosotros somos como Funes: basta con un esfuerzo, con una acción plenamente vivencial, con la divulgación masiva de esta conciencia de lo que somos, para que lo recordemos todo. Sólo comprendiendo esto, podremos conjugar en nuestro crisol blanco, indio y negro, una concepción orgánica de nuestra propia historicidad, porque el poder de concebirla está en nuestras mentes y en nuestras manos capaces y dignas: nosotros los mestizos, los “impuros”, los plurales; nosotros los sostenedores del recuerdo, del deseo, de la esperanza, de la tradición y de la creación; nosotros los que nos descubrimos naciendo para la libertad, tal y como el grande Giambattista Vico nos lo ha sugerido.

Estamos más cerca de Dilthey de lo que nosotros mismos creemos, porque él ha contribuido a recuperar la obra de nuestros mentores ideales. Él, heredero de la más noble tradición del pensamiento, que prefería leer a Schleiermacher y a Hegel, a los filósofos del Renacimiento y a Vico que a Descartes, a Voltaire y a los Iluministas, nos enseña una y otra vez el camino para que, con su recuerdo, seamos capaces de organizar nuestra propia y, al mismo tiempo universal, filosofía de la vida, nuestro particular vitalismo cósmico: este derecho que todos los latinoamericanos tenemos de decirle que no a la violencia, a la sin razón, a la destrucción y a la muerte, a la luz de un acto de creación esencial, que tiene que ser a un tiempo, y como decía Dilthey, poético, religioso y filosófico, es decir, fundamentalmente crítico e histórico.

sábado, 14 de julio de 2007

La mirada de Minerva



El búho de Minerva inicia su vuelo cuando irrumpe el ocaso
G.W.F. Hegel

Athene noctua, diosa del cielo y de la tierra. Bajo las tinieblas, en la obscuridad de la noche, resulta difícil poder ver. Y sin embargo, los penetrantes ojos de Minerva son capaces de traspasar la lobreguez, de rasgar con la mirada el señorío de la noche, la dureza que se oculta, como sólida roca, recubierta por las tinieblas. Se sabe que el ver es la acción del percibir a través de los ojos los objetos mediante la acción de la luz, en tanto que el mirar es la función de aplicar la vista a un objeto. Ver, pues, implica un actus pasivo. Mirar, en cambio, constituye un actus de suyo. Jorge Luís Borges es, quizá, nuestro mejor ejemplo. Era invidente: pero sí que miraba. Prueba de ello es la penetración de la que fue capaz para vencer las sombras que, por años, nos han impedido –a nosotros, los latinoamericanos- contemplar y, más aún, contemplarnos, en este lugar y en este tiempo que contiene todos los lugares y todos los tiempos. Más de una vez, nuestro particular Homero pudo traspasar, precisamente, el señorío de la noche, dentro del cual nos hemos habituado a vivir. Y es que, al igual que Homero, Borges tenía un don, portaba el signo de los dioses: lo asistía la mirada de Minerva.
Propósito de estas breves líneas consiste en exhortar a los lectores a mirar, y no simplemente a ver, la obra “poética” de Borges como el punto de partida de una concepción del mundo que nos pertenece, base, tal vez, de nuestra propia, una y múltiple, universal y particular, pura y mestiza, filosofía. Filosofía pues, de la mirada barroca.
El lector se preguntará, no sin razón: Pero, ¿porqué barroca? Bastará, a modo de respuesta, señalar algunas consideraciones que, quizá, permitan comprender el significado de semejante afirmación.
Lo que hace interesante el estudio de las configuraciones filosóficas sufridas por la historia no es su linealidad escolástica, o el estrecho criterio de su exposición en el museo de cera de la irrepetibilidad fidedigna de sus fenómenos y circunstancias: es, como decía Lezama-Lima, en el saboreo de sus sinuosas espirales, que tejen y destejen el mismo espíritu y el mismo saber, en sus más variadas -e incluso extravagantes- manifestaciones, donde reside la fuerza verdadera de su atracción. Un caso admirable, y que podría contribuir a la confirmación de este argumento, lo constituye, precisamente, “el período” barroco. En efecto, ¿Es posible pensar en la linealidad barroca? ¿Puede suponerse una separación -por más analíticamente encaminada que esta pueda estar- entre las relaciones políticas y sociales existentes en aquél período de la historia humana y la expresión artística que en él se produjo? O, en otros términos: si puede hablarse de música barroca o de pintura barroca, ¿sería imposible hablar de una medicina barroca y de un derecho barroco, o de una política y de una economía barrocas? Es decir, ¿de una cultura barroca en general? Pero, más aún: ¿está confinada dicha cultura barroca a un tiempo y a un espacio irrecuperables y, en consecuencia, irrepetibles? Con relación a ello, conviene recordar una anécdota, a manera de emblema definitorio o elípticamente problemática: en la Alemania de 1800, el maestro Dionisio Weber, fundador y director del museo de Praga, prohibía a sus discípulos leer o interpretar a otros compositores que no fuesen barrocos. Un día, uno de sus discípulos, escuchó hablar de un compositor que había sido capaz de elaborar una música barroca opuesta a todas las reglas del barroco, y decidió penetrar la obra de aquél extraño e irreverente compositor, para quedar prendado de él por el resto de sus días. El extraño compositor atendía al nombre de Ludwig Van Beethoven. El joven discípulo de Weber se llamaba Moscheles. Después de haber probado, una y otra vez, la fruta prohibida, el propio Moscheles escribió: “en ella encontré un consuelo y un placer que ningún otro compositor me había proporcionado antes”.
Pero, ¿qué relación guarda esto con Borges, con su invidencia; qué relaciona al barroco con Minerva y, más aún, con la América Latina?
En realidad, el barroco es una constelación de ideas y valores, o, más bien, una de las figuras recurrentes y constitutivas de la experiencia de la conciencia social. Más aún, desde el momento en que la América dejó de ser naturaleza para devenir cultura de la crisis utópica, es decir, una vez que –al decir de Carlos Fuentes- devino cronotopía, la expresión barroca se hizo carne y sangre de la nueva civilización. El barroco, en efecto, es uno de los pilares esenciales y determinantes del desarrollo espiritual que le es inmanente al continente americano, dado que es el concreto armado, integral, con el cual aún se sigue fraguando la ancha base que sustenta el mestizaje de su cultura.
No resulta improbable, en consecuencia, que al tener la necesidad de definir en una palabra el movimiento barroco, el ensayista sienta el enfático deseo de sugerir la curiosidad. El estilo excesivo que surgiere, en pleno siglo XVII, plenado de rizadas orlas gongóricas, de formas múltiples y plurales -y sólo en apariencia insustanciales-, dos siglos después terminará por convertirse en la referencia más importante de una racionalidad diversa, aunque siempre estéticamente encaminada. Los ejemplos se desbordan por sí mismos: aparte de Cervantes, Quevedo y Sor Juana; aparte de Kondori, Alejaindinho y del propio Boturini, discípulo de Vico, los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un barroco frío y un barroco bullente, la matemática de Leibniz, la ética de Spinoza, y hasta algún critico excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco (Cfr.:Lezama-Lima).
Pero arar en el mar –Bolívar dixit- es, por cierto, para la América Latina, el mayor de sus desafíos, y quizá su santo y seña. Cuando, en su hora, Hume alertaba sobre la uniformidad e invariabilidad de las facultades humanas, en ese preciso instante convocaba, acaso sin sospecharlo, las fuerzas de la otreidad que le son inmanentes, opuestas a semejante argumento. Convocaba, precisamente allende el mar, nada menos que al spinocismo de la sustancia, inescindiblemente unido al viquianismo de un mundo diverso y culturalmente múltiple, cuya sola presencia estética e intelectiva transformaría en fragmentos la razón de su tiempo, devenida, ahora, deseo y utopía, verbo e imagen, frontera entre la razón y el sueño, dentro del poliedro del ciego vidente, de Homero a Borges. Verbo e imagen, el uno y la otra, capaces de apropiarse de todas las tradiciones culturales, a fin de mostrar, en el borgiano espejo de los laberintos -o en el laberinto de los espejos- el reflejo fiel de un ser social hechizado; reflejo, por demás, metafísico, que sin embargo siempre se niega a degenerar en sistema de sí mismo.
La imaginación -decía Cecilio Acosta, en 1879- tiene sus sueños, que no son menos que su manera de concebir las cosas: si las otras facultades del alma labran con ideas, ella labra con colores, y sus creaciones son cuadros... es como la luz, llevando delante reflejos y dejando detrás tintas hermosas. Pero, a veces, las cuadraturas de su creación rondan sin cesar, delineando los incesantes giros de un laberinto circular.
En su intento por sintetizar las culturas fundacionales del Nuevo Mundo, la imaginación, presente en la flexión de la lengua hispana, permite a Jorge Luís Borges apropiarse legítimamente de tal herencia intelectual y moral -indígena e hispana, musulmana y judía, africana y asiática- a fin de construir el espejo de una historia siempre recurrente y siempre original, que comporta, de modo esencial, el hilo de la memoria y el entramado del deseo.
Memoria y deseo son, pues, los términos dentro de los cuales, en la obra de Borges, se va gestando la crítica de las formas propias de la concepción moderna del absoluto, para hacer surgir la Imaginatio de un paisaje barroco, caracterizado por su diversidad -como dice Fuentes- policultural y multirracial. El mentor metafísico de semejante empresa hermenéutica es, no por mera casualidad, Giambattista Vico.
Así, pues, Imaginación y Diversidad: la aguda mirada –a todas luces, filosófica- de Borges da cuenta de una formación cultural plenada por la ausencia, y que, no obstante, se hace abundante y rica en determinaciones, casi siempre, rigurosamente barrocas, en virtud de las cuales se pone de manifiesto la huella indeleble, y no siempre disonante, de todos los lugares y de todos los tiempos en un solo lugar y en un solo tiempo.
La América Latina es, por un lado, un mundo ficticio, el fantástico mundo de la imaginación, el lugar del no lugar, la U-topía deseada; pero, por otro lado, y al mismo tiempo, es un continente real, el continente de la necesidad y de los encuentros, el lugar de los lugares, la topía concreta, el laberinto de La Biblioteca de Babel descrito por Borges. Indo-afro-ibero-América es, pues, un espejo, en el que sus actores no se ven, pero se miran; más precisamente, es aquél lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. En breve fórmula, es una inversión especular en la cual una cierta caleidoscopía puede llegar a percibir, en un mismo rostro, al griego, al judío, al negro y al indio. Eso sí: para asir semejante inversión, resulta indispensable la obscuridad, la inmovilidad y la acomodación ocular, en fin, el contraste de luces y sombras, a objeto de fijar la mirada en la empinada escalera -espiral- de la historia. Acaso, la mejor definición de Latinoamérica esté contenida en la conocida metáfora borgiana presente en La muerte y la brújula, en la que las tardes desiertas se parecen a los amaneceres. O, lo que es igual, en la que los amaneceres poblados se parecen a las tardes.
Pero, precisamente, la entera historia de la humanidad, como ha dicho Borges, está situada entre el alba y la noche. Mas, en todo caso -y según Fuentes- la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia. La procesión va por dentro...: la América Latina es el barroco microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo. En consecuencia, espacios soñados y tiempos renovables. Tiempos renovables y espacios soñados. Espacios y Tiempos, Tiempos y Espacios. Imperio de lo divergente, lo convergente, lo paralelo; espacios y tiempos, tiempos y espacios, como los del Jardín de los senderos que se bifurcan, o los del Aleph, de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Es un hecho el que las repúblicas fundadas por nómadas ameriten –casi siempre- del indispensable concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería...:

... apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto...

No importa que el escritor argentino -lector de Croce y, en no pocos casos, cercano a su historicismo- no se refiera a temas directamente relacionados con las tradiciones culturales indígenas o africanas. Le ha correspondido a Asturias, a Gallegos o a Carpentier esa importante labor. Sobre Borges ha recaído la responsabilidad de recrear -y conviene advertir que toda recreación es una nueva creación- dentro del espacio y del tiempo uno y múltiple de la América hispánica, toda la herencia de la cultura occidental, a fin de demostrar, por cierto, la ficción de su improbable univocidad y unidimensionalidad y, por ello mismo, de su carácter lineal. En una expresión, Borges, por muchos y azulados desagües, heredero de Vico, ha aprendido -¡y ha enseñado!- que la América india, ibérica y africana no es la insípida réplica de una cultura monolíticamente occidental sino, más bien, su espejo, su otro correlativo, necesario e inescindible:
Yo que sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita
...
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
Años de errar bajo la varia luna,
Me pregunto qué azar de la fortuna
Hizo que yo temiera a los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antiguo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.

Los espejos -advierte Borges- Prolongan este vano mundo incierto/ En su vertiginosa telaraña;/ A veces en la tarde los empaña/ El hálito de un hombre que no ha muerto. Tiempo de tiempos: las rectas galerías de la historia occidental han terminado por ceder su paso inevitable, perentorio, al surgimiento de curvaturas que, secretamente, han devenido círculos, hasta delinear la ruta espiral del laberinto Ideal y Eterno. Espacio de espacios: cíclicamente vuelven los astros y los hombres, en medio de una oscura rotación pitagórica que, Noche a noche, arroja a los mismos hombres en un -después de todo- no tan remoto lugar del mundo. La eternidad se concreta entonces para cifrar su inmensidad en lo mínimo, y la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura... termina en el infinito diálogo de una substancia compartida. La historia se concentra entonces, para luego estallar, revelándose en un tropel de infinitos contrastes. Y, otra vez, la otreidad se pone de manifiesto en su elemento diverso, hiriendo con su brusca luz la obscuridad de lo impuesto, en medio del destierro y del olvido.
Como ha indicado Fuentes, a partir de Borges la narrativa hispanoamericana asume, conscientemente, la paradoja que forma y conforma el horizonte de su comprensión cultural, a fin de dar cuenta, precisamente, de su muy particular modo de construir la totalidad. Se trata de una visión universal que, por ello mismo, se expresa en toda su riqueza cronotópica: Simultaneidad y secuencia, sincronicidad, tiempo progresivo y tiempo mítico, son elementos esenciales de composición, en grado diverso... Concepción -agrega Fuentes- inclusiva del tiempo, o más bien, de los tiempos “divergentes, convergentes y paralelos”, que comprende los lenguajes capaces de representar la variedad de los mismos... diversos lenguajes que, a su vez, representan una pluralidad de tiempos.
La mirada es la profundidad misma del saber, la filosofía, bajo la forma de su representación estética esencial. Al decir del joven Marx, de la cabeza de Zeus, padre de los dioses, surgió Pallas Atenea… la nueva diosa presenta, aun, la figura obscura del sino, de la luz pura o de la pura tiniebla. Fáltanle los colores del día .La dicha en tal desdicha resulta ser, pues, la forma subjetiva, la modalidad con que tal filosofía se comporta respecto de la realidad… La filosofía echa a sus espaldas los ojos (la osamenta de su madre son lucientes ojos) cuando su corazón se entrega decididamente a la creación de un mundo.
Por encima de las ideologías, que perdieron por el camino de los maniqueísmos caudillescos su talante filosófico, Borges está, hoy y para nosotros, más cerca de Spinoza, de Vico, de Hegel y de Marx, mucho más de lo que los disecadores de oficio se podrían imaginar.
Dispongámonos, pues, a la creación de un mundo, miremos más profundamente en la obscuridad del presente. Es tiempo de vencer la escisión y el desgarramiento, a la luz de nuestra particular y, a la vez, universal filosofía.









jueves, 12 de julio de 2007

Gramsci y el Estado

Gramsci y El Estado
José Rafael Herrera


Hegel, el gran filósofo alemán, en una de sus más importantes obras –la Enciclopedia de las ciencias filosóficas-, se queja, no sin razón, de quienes están convencidos de no necesitar de una mayor formación filosófica para opinar libremente sobre los temas y problemas que le son propios, al punto de considerarse “filósofos”: “Esta ciencia –dice Hegel- tiene la mala suerte de que aun aquellos que nunca se han ocupado de ella se imaginan y dicen comprender naturalmente los problemas que trata, y ser capaces, ayudados por una cultura ordinaria, de filosofar y juzgar en filosofía”.
Recientemente, el señor presidente, en un mitin en la Avenida Bolívar, dictó toda una lectio sobre la concepción del Estado en Antonio Gramsci, filósofo italiano y padre del marxismo occidental. Con su acostumbrada audacia, el comandante en jefe, ahora devenido filósofo, expuso lo que, en su opinión, sintetiza las “líneas maestras” del pensamiento político gramsciano. Es difícil saber si alguno de los funcionarios que allí se encontraba sabía quien era Gramsci. Quién lo sabe. Pero más difícil todavía sería averiguar si el público que, templete abajo, le escuchaba tenía idea no sólo de quién era Gramsci, sino de la muy peculiar interpretación que el primer mandatario hizo de sobre su pensamiento.
Según el señor presidente-comandante, Gramsci no era Gramsci, sino todo lo contrario, o sea, Mussolini. En su interpretación, la “sociedad civil” es, para Gramsci, aquello que debe ser aplastado, erradicado de la sociedad, porque es en ella donde los hombres se hacen individualistas, egoístas, competitivos; en fin: burgueses. Sólo en la “sociedad política”, o sea, “en el Estado” (sic), el hombre reconoce lo colectivo y se convierte en socialista. Por eso, según el exegeta, para Gramsci, el Estado está constituido por la sociedad política, la cual tiene la obligación de imponer su “hegemonía”, su “coerción”, sobre esa suerte de “superestructura”, esa especie de “falsa conciencia”, ese caldo de cultivo de los más viles perjuicios contra el Estado, que es la sociedad civil.
El presidente-comandante y “filósofo de la praxis”, ha expuesto, con magistral lucidez hermenéutica, las tesis fundamentales del pensamiento gramsciano, aunque con una “ligera” imprecisión: o sea, ha mostrado exactamente su reverso. Lo cual coloca al intérprete en una situación doblemente delicada, porque no sólo ha definido una versión antitética de todo Gramsci, sino que, al hacerlo, puso en evidencia su profundo desconocimiento de Marx. ¡Pura dialéctica!
En realidad, se equivoca el “filósofo-rey”: ni Marx ni Gramsci se proponían “aplastar” con el peso del Estado a la sociedad civil. El primero se proponía superar toda forma de Estado absolutista, despótico, autocrático y opresor, para que, liberada de las cadenas que el Estado históricamente le ha impuesto, la sociedad civil, como “estructura” real y efectiva de la sociedad (y en ningún caso como “sobrestructura”) pudiese con plena libertad encontrar formas de producción y organización –tanto materiales como espirituales- basadas no en la coerción sino en el consenso, no en la barbarie sino en la civilización. Sólo entonces los ciudadanos libres podrían escribir en su bandera: “a cada cual según sus necesidades, a cada quien según sus capacidades”. Marx, por tanto, no se proponía liquidar la propiedad privada: como dice en el Manifiesto, se trata de “superarla y conservarla”, porque el problema de la propiedad privada en la sociedad burguesa, consiste en su no distribución, en el hecho de que esté concentrada en pocas manos. Como puede verse, se trata de una cuestión de equidad, no de un hurto.
En el caso de Gramsci, no existe Estado –por lo menos no en Occidente- que no contenga dos elementos esenciales: la sociedad política y la sociedad civil, es decir, la coerción y el consenso, la heteronomía y la autonomía, diría Kant. La sociedad política es el receptáculo de las instituciones, las leyes, el ejército, la burocracia, etc. Ella constituye la sobrestructura del Estado, no su estructura. La sociedad civil es aquella parte más amplia del Estado –su real y efectiva estructura productiva, tanto material como espiritual- que tiene la virtud de sustentar o de revolucionar permanentemente a la sociedad política, porque cuando la sociedad civil adquiere plena conciencia de sus necesidades, y se hace radical, se halla en capacidad de romper con una sociedad política esclerotizada, enmohecida. Para Gramsci, un Estado lo es sólo “en la medida en que es la misma sociedad “ordenada”. No bastan los límites jurídicos: no se le pueden poner límites a los derechos civiles, ni se le puede exigir que se autolimiten. El derecho positivo no puede ser el límite del Estado, porque éste –como sociedad civil- puede modificarlo en cualquier momento, en nombre de sus necesidades radicales y de las exigencias que promueva.
Un concepto unilateral de Estado, concebido, como pura “sociedad política”, es una presuposición en extremo reaccionaria y redunda en el despotismo. La hegemonía estatal no radica en la sociedad política: es el nervio vital de la sociedad civil. De esta manera, el Estado no puede ser sólo “el aparato gubernamental”, como lo conciben los autoritaristas, sino que es además el ámbito de lo “privado”, es decir, de la sociedad civil. En tal sentido, la formulación gramsciana es tajante: “el Estado es igual a la sociedad política más la sociedad civil, es decir, la hegemonía reforzada por la coerción”.
La idea leninista de Estado en modo alguno puede ser “aplicada” en Occidente. El Estado en Oriente –afirma Gramsci- posee un aparato más o menos simple, compuesto básicamente por la esfera de lo político. En él el consenso sólo se haya en estado embrionario. Quien sustenta el poder lo es todo. Por tal motivo, la Revolución bolchevique pasó de una sociedad autoritaria a otra. Contrariamente, en Occidente, la estructura económica y social es más elaborada y compleja. En ella coexisten las dos esferas en sentido polar, la civil y la política, lo cual implica una transformación de la estrategia “revolucionaria”, la cual comprende dos etapas distintas: la concientización de la sociedad y la acción política. De ahí que el significado de hegemonía se identifique con “la crítica real”, con una “filosofía viviente”. Hegemonía significa, pues, crítica filosófica, no dominio. Por eso, la hegemonía no se construye desde el poder, sino en la sociedad. El objetivo es el de superar la simpleza de la visión reivindicativa (corporativista) de la sociedad y de construir su visión orgánica, conquistando la dirección moral y cultural de la sociedad, logrando una inescindible relación entre la estructura y la sobrestructura, sin lo cual la hegemonía se transforma en simple coerción desprovista de acción cultural, incapaz de reordenar el Estado.
El “filósofo-rey” de Sabaneta ha sido burlado en su buena fe. Le han creado una ilusión. Como al daltónico, le han hecho invertir los colores del “semáforo” hermenéutico. Ha creído ver el rojo donde sólo hay verde oliva. Los ductores de sus aporreadas lecturas le han hecho falsificar no sólo a Gramsci sino, incluso, también a Marx.
En nombre de Marx –y ahora, también de Gramsci- intenta conducir un proceso “revolucionario” que ni es revolucionario ni tiene que ver con el marxismo, por lo menos no con el marxismo de Marx. Pero, hay que decirlo: tampoco con el de Gramsci.