domingo, 29 de julio de 2007

Filosofía de la vida e histoicidad en Wilhelm Dilthey

Una autognosis que no se dirija a un yo abstracto, sino a la plenitud de mí mismo, me encontrará caracterizado históricamente, como la física me reconoce caracterizado cósmicamente. Exactamente así como soy naturaleza, soy historia.
(Carta de Paul York a W. Dilthay, 1923)



El 14 de Noviembre de 1831, la vida de Hegel llegó a su fin. El ocaso de la monumental comprensión de todos los espacios y de todos los tiempos, conservados y superados en su proverbial Hic et Nunc, y sintetizados en la circularidad de la identidad de lo racional y de lo real, dejaba, sin embargo, abierto el camino para los latidos del corazón del topo, que –como decía el mismo Hegel- elabora el presente y construye el porvenir. Ya se sabe: toda época de sistematización genera una época de escisión, de ruptura y crisis. El creador de la dialéctica moderna estaba plenamente consciente de ello. El anunciado fin de la historia, daba así paso a la generación de una nueva manera de comprender la vida, de reordenar los fragmentos dejados tras su paso por el sistema del Espíritu Absoluto, a la luz de los presupuestos de los términos constitutivos de la nueva era que apenas se reiniciaba: otra vez –inmerwieder-, por un lado, estaba el mecanicismo del mundo de la naturaleza y de la física, y, por el otro, el organicismo del mundo de la historia y del espíritu.

Otra vez y siempre de nuevo, se decía antes, porque, como se sabe, la historia de la filosofía, desde sus propios inicios, ha mantenido como una constante esta tensión entre el mecanicismo y el organicismo. Baste citar, a modo de ejemplo, algunos casos significativos: mientras que Aristóteles concibe la vida como resultado de una energía vital, creadora de formas, a la que denomina entelequia, el atomista Demócrito la concibe como el resultado de la asociación mecánica de fuerzas elementales e indivisibles. En el caso de la filosofía moderna, con Descartes y Hobbes a la cabeza, independientemente del punto de partida que sostengan, bien sea desde el punto de vista del racionalismo o bien desde el punto de vista del empirismo, sus concepciones encuentran su nervio central en una explicación mecanicista de la vida. En cambio, Bruno, Spinoza, Vico y Kant, cada uno a su modo, asumen una posición orgánica, que tiene su coronación, primero, en la filosofía del Romanticismo y, más tarde, precisamente en la filosofía de Hegel.

Claro que, después de aquél día crepuscular, en el que el búho de Minerva decidió levantar su vuelo una vez más, la filosofía no volvería a ser la misma. Y es que, en efecto, la gran ansiedad que aflige a la filosofía contemporánea consiste en el hecho de que, por lo menos hasta ahora, sea cual fuere el camino que decidiera emprender, tarde o temprano, termina atrapada en un callejón sin salida. Curioso: al final del callejón, Hegel la observa, y le sonríe, no sin cierta ironía. Tal vez, se pueda estar o no de acuerdo con el autor de la Fenomenología del Espíritu y de la Ciencia de la Lógica. Pero resulta imposible emprender el oficio en cuestión sin hacer, cuando menos, referencia al gran filósofo alemán, a objeto de hacer las cuentas con él. En este sentido, puede afirmarse que, de una u otra forma, quienes hacemos filosofía, hemos heredado el compromiso de vérnosla, tarde o temprano, con el pensamiento de Hegel.

Imposible dejar pasar el hecho de que Wilhelm Dilthey naciera el 19 de Noviembre de 1833, es decir, dos años y cinco días después de la muerte de Hegel. Entre una y otra fecha, las vidas de Goethe y Schleiermaher llegan a su epílogo. La era de la totalidad se fragmenta sin remedio. Y el nacimiento de During –no por casualidad, también ocurrido en 1833- anuncia el alba del imperio positivista, nada menos que en el Walhala: la sagrada residencia de los dioses del idealismo clásico. Dilthey se convierte así en la necesaria mediación entre la gran filosofía alemana del siglo XIX y las corrientes más representativas del pensamiento contemporáneo, de las cuales –y este es el propósito que motiva al presente trabajo- el entramado conceptual de la diltheyana Lebensphilosophie o Filosofía de la vida, pretende dar cuenta.

Es verdad que el nombre de Filosofía de la vida ha sido insistentemente empleado para calificar a las filosofías de Schopenhauer y de Nietzsche. Fue Georg Simmel –en 1907- el primero en afirmar que esas filosofías habían desplazado de su trono a la razón ilustrada, precisamente sobre la base de su rechazo al Racionalismo y de su recuperación del Romanticismo. En ellas, según Simmel, se trata de interpretar la vida como un fenómeno que trasciende los límites trazados por el entendimiento reflexivo, pues, para estos pensadores, el movimiento, el devenir, la energía vital, es más poderosa que la razón, a la cual conciben como algo rígido e inmóvil. De ahí su interés por la vida, interpretada como un organismo, del cual sólo la biología –y en ningún caso la física, para no hablar de la metafísica- puede dar cuenta.

No es por mera casualidad que, también en 1907, fueran descubiertas y reeditadas las Experimentaciones de hibridación en plantas, mejor conocidas como las leyes de Mendel. Simmel, formado en la tradición positivista, se había propuesto aproximar el vitalismo al maravilloso universo biológico que Mendel había originado. De este modo, la vida, como categoría filosófica, quedaba reducida a la intuición, a la “aprehensión por el sentimiento”, a la comprensión mediante una “visión” inmediata o de “lo más próximo”.

Esta interpretación del vitalismo tuvo en Bergson y en Guyau a sus mayores representantes en Francia. Y, conviene decirlo de una vez: con ellos el vitalismo adquirió un desarrollo menos brutal y barbárico que en latitudes teutonas, en donde se alimentaba de la muy corrosiva y, en el fondo decadente, voluntad de poder nietzscheana. El caso de Driesch es considerablemente emblemático en esta dirección.

El vitalismo de Hans Driesch se sustenta en la zoología. Sus experimentos con huevos de erizo le permitieron demostrar que de las gástulas divididas en dos o más partes no resultaban meras partes de un determinado organismo, sino seres vivos íntegros, nuevos, que formaban un nuevo todo. Estos resultados lo llevaron a formular el presupuesto conceptual de su manera de concebir el vitalismo, a saber: como aquella capacidad del organismo viviente de regenerarse de la parte al todo que no puede explicarse mediante los razonamientos del entendimiento reflexivo, sustentado como está en el mecanicismo. El todo es mayor que la suma de las partes. La vida posee una expresión distinta a la de la lógica racional; dicha expresión consiste en la causalidad de la totalidad, es decir, en la determinación de las partes al todo, lo que se manifiesta en una fuerza invisible, no captable a primera vista, y que Driesch, siguiendo a Aristóteles, denomina entelequia. De este modo, la Teoría del orden de Driesch pone en cuestionamiento la posibilidad de la existencia de un yo independiente del mundo. Más bien, la armonía unitaria de todo lo vivo sustenta la multiplicidad de los fenómenos. De ahí, además, que en la vida política y social, y más concretamente, en el Estado, estén presentes, según Driesch, elementos esenciales a los de la vida orgánica. Por ende, también la vida social y política estaría sustentada en la entelequia que soporta y armoniza el organismo natural.

No obstante, y siguiendo en este sentido las consideraciones vitalistas hechas por Spengler o por Bergson, se aprecia una diferencia considerable, y más bien problemática, entre el organismo de la naturaleza y el organismo político y social. En efecto, mientras que en el espacio –y la naturaleza es sustancialmente espacio- existe una clara homogeneidad, puesto que su concepto integral reside en la regular constancia de los fenómenos que trascienden al cambio, el tiempo –y la sociedad es sustancialmente tiempo- no es homogéneo, sino que constituye, más bien, una serie irreversible, no pudiendo pasar voluntariamente en él, como sí en el espacio, desde un punto, o posición, a otro. En el tiempo, de hecho, cada momento vivido es algo nuevo e irrepetible. El tiempo es, pues, un devenir del todo distinto a la temporalidad que presupone el entendimiento reflexivo y, con él, las ciencias naturales. De tal manera, se puede afirmar, que mientras el espacio es, el tiempo no es: por el hecho de que siempre deviene, tal y como lo afirmara, durante el período presocrático, Heráclito de Éfeso: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.

El espacio es captado por el entendimiento reflexivo. Su objeto es lo fenoménico natural. El entendimiento es, precisamente, el instrumento a través del cual el sujeto llega a conocer y dominar el espacio, la naturaleza. En cambio, el tiempo es inaprehensible para el entendimiento, al cual sólo llega a segmentar en unidades contables y medibles convencionalmente, descuidando su condición esencial, a saber: la fluidez del devenir, la cual sólo puede ser, como afirma Dilthey, comprendida, y no simplemente entendida.

Y es aquí donde interviene de un modo decisivo la interpretación de la vida hecha por este distinguido filósofo e historiador alemán, Wilhelm Dilthey; para el cual la naturaleza, objeto del entendimiento reflexivo, representa lo inmóvil, la negación de la vida misma, lo inanimado. En ella, bajo la perspectiva cristalizante del entendimiento, no existe nada nuevo bajo el sol. Como afirmara Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, “se puede recordar la vida en la naturaleza, y como los capullos caen y brotan otros. Pero en la vida espiritual sucede de un modo distinto. El árbol es vivaz, echa brotes, hojas, flores, produce frutos una y otra vez. La planta anual no sobrevive a su fruto. El árbol puede durar decenios, pero muere al fin. La resurrección en la naturaleza es repetición de una y la misma cosa; es la aburrida historia siempre sujeta al mismo ciclo. Bajo su sol no hay nada nuevo. Pero en el sol del espíritu la cosa varía”.

Dilthey podría, efectivamente, suscribir cada una de las afirmaciones hechas por Hegel anteriormente citadas. Para él, la realidad es la vida, y su comprensión sólo es posible como movimiento de la vida hacia la vida, no como entendimiento reflexivo, sino como la totalidad de nuestras fuerzas creadoras. Por eso, lo que el hombre es sólo puede expresarlo a través de la historia.

Las relaciones de tipo mecánico sólo pueden producirse entre entidades espaciales segmentadas y, por ello mismo, reversibles. En cambio, en el tiempo vivido cada momento está inmanentemente relacionado con el resto. La vida, en consecuencia, es vida para la conciencia en acto. Por ello mismo, comprender –y no simplemente entender- el tiempo vivido, es decir, la duración efectiva e interna de la conciencia, es menester no confundirlo con el tiempo espacializado, con el tiempo de los relojes o de los cronómetros, el cual sirve para fines técnicos o científicos, pero que no posee consistencia efectiva para la intensidad de la temporalidad de la vida. Más allá de la intelección, la comprensión es la transferencia de la conciencia a una dimensión espiritual inmanente, capaz de revivir la vida, es decir, de aprehender el sentido y significado de la propia vida mediante la reconstrucción del propio pasado. Así, pues, el tiempo espacializado es el resultado del cálculo, de una operación del entendimiento que lo reduce a la homogeneidad mensurable, a relaciones cuantitativas, medibles, a una entidad del todo diversa de la historicidad, la cual es intrínsecamente inconmensurable y cualitativamente heterogénea.

Comprendida la vida en su historicidad, ésta confluye en la totalidad de nuestro pasado, por lo cual el tiempo vivido se hace irreversible. De ahí que, cuando la conciencia se dirige nuevamente a un mismo objeto, no pueda volver a repetir en él la misma experiencia previa, ya que la experiencia actual está condicionada por el recuerdo que la precede.

La vida es, pues, historia actual, historicidad, infinita creación determinada por el recuerdo (la Erinnerung), no por la memoria (la Gedächtnis). Porque re-cordar, es decir: volver a cordar, a re-hilar, volver a urdir el tejido, la trama del entramado, es un acto reconstructivo que requiere de la participación de la conciencia actual, del sujeto que re--construye su propio proceso de formación cultural (la Bildung). Y sólo mediante esta reconstrucción es posible comprender la vida en la actual irrepetibilidad de su devenir. Esta acción reconstructiva, que hace con-crecer la vida en su actualidad, según Dilthey, lleva el nombre de Erlebnis, esto es, de experiencia vivida o de advenimiento.

Surge así una nueva concepción filosófica, crítica e histórica, marcadamente anti-positivista y anti-intelectualista, que se sustenta en el estudio del tiempo histórico como tarea ineludible para la comprensión de la vida y en la que incluso la naturaleza es reinterpretada a la luz de su historicidad.

La densa estructura histórico-conceptual que propone Dilthey, haya así su nervio central en la crítica de la escisión, del desgarramiento, entre finito e infinito. Se trata de la búsqueda no de “verdades” a medias, de verdades “alternativas”, que de hecho no lo son, sino de la verdad como comprensión y superación de las limitaciones propias de la existencia inmediata, por medio de la exhaustiva revisión de los modelos aparentemente contrapuestos (a saber: materia e idea, teoría y praxis, sujeto y objeto, finito e infinito, multiplicidad y unidad, etc.), para, finalmente, reconquistar su relación originaria, a través, precisamente, de la Erlebnis que, para Dilthey, es vida como saber y saber como vida, en cuanto superación de la oposición propia de los términos de la oposición, característica de las presuposiciones del entendimiento filosofante.

Se comprende, entonces, porqué Dilthey se esfuerza en recuperar los orígenes de la formación del pensamiento de Hegel. En un conocido fragmento juvenil, fechado el 14 de Septiembre de 1800, y descubierto por Dilthey, Hegel afirma que: la vida no puede ser considerada sólo como unificación, como relación: tiene que ser considerada simultáneamente como oposición...: la vida es la unión de la unión y de la no-unión.

Y es que, efectivamente, de esto se trata: el sujeto que recupera su condición vital, la Erlebnis, se hace sustancia, uno y todo. Erlebnis que termina superando las oposiciones, los puntos de vista y las formas de extrañamiento, para descubrirse, no sin sorpresa, sujeto y objeto de sí mismo, finito e infinito, unidad de la unidad y de la no unidad, mediante la reconstrucción de su propio proceso histórico-vital.

Más allá de las abstracciones, tal es la condición de toda concepción auténtica y concretamente vitalista, en la que, como dice Dilthey, el significado de la vida establece, finalmente, una relación íntima entre poesía, religión y filosofía.

Por cierto que, para nosotros, los latinoamericanos, esta concepción haya su origen en la obra poética de Jorge Luis Borges, y particularmente en su conocido Aleph. No porque el Aleph sea un poema, sino porque es, en el sentido clásico del término que sigue Dilthey, una auténtica creación: en este caso, se trata de la creación de nosotros mismos como cultura, como historia y como vida, porque se trata del lugar en el cual –como nosotros mismos- están presentes todos los lugares y todos los tiempos en el mismo lugar y en el mismo tiempo. En este sentido, Borges ha creado –como ha dicho Carlos Fuentes- una auténtica cronotopía latinoamericana –es decir, un tiempo en el que conviven todos los espacios, pero, a la vez, un espacio en el que conviven todos los tiempos. Tiempo y espacio totales, orgánicos, pero al mismo tiempo, signados por la diversidad que nos funda; tiempos orgánicos, como se ha dicho, que certifican el recuerdo de una vivencia igualmente total en la diferencia. Sin saberlo, sin tener conciencia cabal de ello, nosotros somos como Funes: basta con un esfuerzo, con una acción plenamente vivencial, con la divulgación masiva de esta conciencia de lo que somos, para que lo recordemos todo. Sólo comprendiendo esto, podremos conjugar en nuestro crisol blanco, indio y negro, una concepción orgánica de nuestra propia historicidad, porque el poder de concebirla está en nuestras mentes y en nuestras manos capaces y dignas: nosotros los mestizos, los “impuros”, los plurales; nosotros los sostenedores del recuerdo, del deseo, de la esperanza, de la tradición y de la creación; nosotros los que nos descubrimos naciendo para la libertad, tal y como el grande Giambattista Vico nos lo ha sugerido.

Estamos más cerca de Dilthey de lo que nosotros mismos creemos, porque él ha contribuido a recuperar la obra de nuestros mentores ideales. Él, heredero de la más noble tradición del pensamiento, que prefería leer a Schleiermacher y a Hegel, a los filósofos del Renacimiento y a Vico que a Descartes, a Voltaire y a los Iluministas, nos enseña una y otra vez el camino para que, con su recuerdo, seamos capaces de organizar nuestra propia y, al mismo tiempo universal, filosofía de la vida, nuestro particular vitalismo cósmico: este derecho que todos los latinoamericanos tenemos de decirle que no a la violencia, a la sin razón, a la destrucción y a la muerte, a la luz de un acto de creación esencial, que tiene que ser a un tiempo, y como decía Dilthey, poético, religioso y filosófico, es decir, fundamentalmente crítico e histórico.

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